BARCIA, Roque

  Polígrafo y revolucionario andaluz, nacido en Sevilla el 23 de abril de 1823. Una vez terminados sus estudios vivió por algún tiempo en Francia, y de regreso a España colaboró en diversos periódicos (La Democracia, El Demócrata Andaluz), que le granjearon gran popularidad. En 1866 hubo, por razones políticas, de expatriarse a Portugal, de donde regresó dos años más tarde, tras la caída de Isabel II. El triunfo de la revolución en 1868 le dio la Oportunidad de una mayor actividad política, siendo varias veces Diputado por el partido demócrata. En diciembre de 1870 fue encarcelado por suponérsele complicado en el asesinato de Prim y, poco después, puesto en libertad una vez demostrada su inocencia. Posteriormente, en 1873, secundó el movimiento cantonal y se puso al frente de los sublevados de Cartagena; mas, dominados éstos, emigró a Francia, donde vivió varios años dedicado a la literatura y retirado definitivamente de la política, tras la Restauración. De regreso a su patria murió en Madrid el 3 de agosto de 1885.

  Como literato, su obra, consistente en algunos dramas y novelas inspirados en Víctor Rugo y Alfieri, es mediocre. Mayor importancia ofrece su labor filológica, concretada en el Diccionario de sinónimos y en el Diccionario etimológico de la lengua castellana, obra de relevante mérito y exponente claro de la sólida formación y erudición de su autor. Doctrinalmente, empero, sus amplísimas lecturas asimiladas por un espíritu de corte místico y a lo largo de una agitada vida de revolucionario, produjeron una amalgama conceptual que presenta a las veces los perfiles de un sincretismo greco-oriental y de un hegelianismo de impronta krausista, y que mereció reiteradas veces la condena de la jerarquía eclesiástica, que mandó retirar algunos libros y la acerva crítica del canónigo Manterola y del célebre apologista doctor Mateo Gago.

  Indudable, desde luego, es su panteísmo: «El pensamiento de Dios se encarnó en el misterio del universo, en la generación de todos los seres, en la armonía de esa naturaleza que nos asombra» (Catón político, p. 150). Y en otro lugar: «Dios no es otra cosa que la razón universal, la palabra sublime que se formula en los labios de la gran armonía, así en las flores del campo como en las estrellas de la noche» (Idem). Dos son los grandes conceptos en que simultáneamente culmina su pensamiento filosófico y arranca su acción política: el progreso indefinido de la humanidad y la libertad del individuo, y sobre ambos la fe, una fe inmensa y desbordante de sí misma, capaz de rozar el infinito y sin que tenga por qué dar razón de sí: «Hay que tener fe, una fe inagotable, poderosa, invencible; una fe absoluta en el porvenir de la humanidad, aunque no veamos ese porvenir y esa fe» (Teoría del infierno o ley de vida, p. 4). A su sombra el progreso está garantizado, porque para Barcia la unidad de las ideas se funda en la unidad de la esencia; los seres son modificación del ser y las ideas expresiones parciales de la idea, con lo cual la estructuración de la ciencia y la omnímoda presencia del conocer están aseguradas; asimismo, la libertad individual es necesaria para la integración en el todo y la participación en la humanidad, contrapunto divino del Dios infinito.

  Consecuente con este ideario rechaza las estructuras político-sociales a la sazón vigentes, combatiendo la monarquía, la propiedad y el catolicismo, por considerarlos nefastos para el porvenir de España, más sin declararse ateo, adoptando más bien en lo religioso una posición que Menéndez Pelayo ha calificado de un cierto protestantismo liberal (Historia de los heterodoxos, vol. II, p. 1.070). «No quiero la razón helada de Lutero ni de Calvino... Yo, hijo de Jesucristo, hijo de su Cruz y de su palabra; yo, Jesucristo como creencia y como historia, quiero que la religión que yo adoro abra un juicio a los que se llaman doctores suyos y que sean medidos de los pies a la cabeza por el sentimiento cristiano« (Cuestión pontificia).