CASTELAR Y RIPOLL, Emilio
Nació en Cádiz el 7 de septiembre de 1832. Huérfano de padre a los pocos años, se trasladó con su madre a la provincia de Alicante, cursando la primera enseñanza en Elda y el bachillerato en la capital. En Madrid inició la carrera de derecho, en la que tuvo por condiscípulos a Martos y a Cánovas, aunque pronto trocó estos estudios por los de filosofía, cuyo doctorado obtuvo en 1853, con una tesis titulada Lucano, su vida, su genio, su poema; y tres años más tarde conseguía por oposición la cátedra de historia de España en la Universidad Central. Mas ya por entonces se había revelado como brillante orador al intervenir espontáneamente en un mitin político organizado en el Teatro Real. A partir de entonces se dedicó por entero a la política a través de la tribuna y el periodismo, fundando en 1863 La Democracia, de orientación antidinástica e individualista, que se opone al socialista La Discusión. En 1865 fue separado de su cátedra a consecuencia de un artículo titulado El rasgo, en el que criticaba la cesión que Isabel II hizo de su patrimonio al Estado, aunque reservándose una renta, gesto que Castelar juzgó de pérfida maniobra de la reina para conseguir bajo aquella aparente generosidad los millones que necesitaba con urgencia. Aquel artículo fue origen de los trágicos sucesos de la noche de San Daniel (10 de abril), a partir de cuyo momento nuestro autor se consagró a una infatigable labor subversiva que habría de culminar con la fracasada revolución del 22 de junio de 1866, en que fue juzgado por un consejo de guerra y condenado a muerte. Sin embargo, logró evadirse de la prisión y hábilmente disfrazado huir a Francia, donde publicó varias obras y colaboró en diversos periódicos hasta el triunfo de la revolución de septiembre de 1868, que le permitió regresar a la patria. Durante estos años de destierro y luego en España, cooperó activamente con unionistas, progresistas y demócratas para la instauración del régimen republicano, por lo que declarada la Primera República, formó parte del gobierno presidido por Figueras y, tras el efímero paso por la presidencia de Pi y Margall y Salmerón, asumía él mismo en septiembre de 1873 las riendas del estado, dando como presidente del Gobierno claras muestras tanto de su energía al disolver las Cortes, como de su habilidad diplomática en el litigio seguido con los Estados Unidos como consecuencia de haber apresado el crucero Tornado al mercante Virginius. Sin embargo, los continuos tumultos callejeros y parlamentarios en las nuevas Cortes constituidas bajo la presidencia de Salmerón hicieron imposible la pervivencia del régimen, por lo que el 3 de enero de 1874, Castelar presentaba la dimisión y el general Pavía, tal vez de acuerdo con él, aunque estos extremos no hayan podido ser probados, desalojaba militarmente las Cortes, iniciando los preparativos para la restauración borbónica. Castelar marchó entonces al extranjero, viajando por Italia y Francia, y ya restaurada la Corona, regresa a la Península, interviniendo en las Cortes como diputado por Barcelona en cuya gestión se advierte un cambio de actitud política en favor aun dentro de su indeclinable republicanismo, de una posición mucho más conservadora y defensora del orden. A partir de entonces crece y se afianza aún más su relevante personalidad política que, aunque irreconciliable con los ideales monárquicos, se mostró permanentemente respetuosa con el régimen establecido, cooperando incondicionalmente con los sucesivos gobiernos de la monarquía en favor del bienestar y de la grandeza patria, y aun en su vida privada gustó durante los últimos años de su vida del trato con la nobleza, viéndosele frecuentemente en palcos del Teatro Real.
Perteneció a la Academia de la Lengua (1880), de la Historia (1881), y de San Fernando y, apartado cada vez más de la política activa realizó algunos viajes al extranjero: en 1889 a París para pronunciar un discurso en La Sorbona, y en 1894 a Italia, donde el 10 de octubre le recibió Su Santidad León XIII en audiencia privada. En la primavera de 1899, sintiendo quebrantada su salud, se retiró a las posesiones de unos amigos junto al Mar Menor, falleciendo en San Pedro del Pinatar (Murcia), el 25 de mayo de ese mismo año. Su cadáver fue expuesto en la rotonda de las Cortes, y aunque el gobierno de Francisco Silvela le negó los honores militares, su entierro constituyó una gran manifestación de duelo, en la que figuraron las más destacadas personalidades civiles y militares del país.
Periodista incisivo, historiador de más vasta que bien fundada erudición, novelista discreto, muy influenciado por Víctor Hugo, Chateaubriand y Lamartine, y sobre todo brillantísimo orador, el más grande tal vez que haya producido nuestra raza en tiempo alguno, Castelar apareció a los ojos de sus contemporáneos y aun de la crítica posterior como el mago indiscutible de la palabra, y víctima las más de las veces de su propio hechizo verbal, de su retórica electrizante y lujuriosamente barroca, «siervo, al decir de Marcelino Menéndez y Pelayo, de la imagen que acaba por ahogar entre sus anillos a la idea» (Heterodoxos, II, p. 1097). De aquí que resulta mucho menos que imposible determinar qué doctrina metafísica concreta inspiró su pensamiento o qué sistema filosófico recibido u original articuló medularmente su extensa producción literaria. Antes bien, más cabe hablar de influjos que sucesiva y entrelazadamente afloran aquí y allá por sus escritos a veces en flagrante e irreductible contraposición, pues como afirma F. M. Kelly: «rindió culto excesivo a las imágenes atrevidas y a las paradojas y antítesis». En fin,por señalar algunos de los más significativos, recordemos su educación krausista, de la que sólo conservó algunos atisbos panenteistas, su simpatía juvenil por el positivismo a través de la teoría de la selección de las especies en su lucha por la existencia, y sobre todo su más permanente utilización del idealismo hegeliano, desde luego, no en su acepción metafísica, sino en su proyección histórica y popular, en el que encontró con frecuencia marco idóneo para su desbordante oratoria. No obstante, y recogiendo el sentir más generalizado entre sus críticos, puede apuntarse como transfondo de su obra un cierto neoplatonismo derivante hacia una imprecisa mística cristiana dentro de cuyos ambiguos y equívocos contornos tuvieron cobijo sus exuberantes lucubraciones de intención más estética que metafísica. «El pensamiento de Castelar, dice F. Elías de Tejada, sigue siendo la gran incógnita irresoluble, ante la que sólo cabe formular adivinaciones tan demostrables como su contraria.» (El hegelismo jurídico español,p. 109.)