FORNER Y SEGARRA, Juan Pablo

  Oriundo, tanto por vía paterna como materna, de tierras valencianas, creció en Mérida (Badajoz) donde su padre, Agustín Francisco Forner y Segarra, ejercía la profesión de médico al tiempo de su nacimiento el 17 de febrero de 1756; su madre, María Manuela Piquer y Zaragoza, era sobrina del protomédico de Castilla, Andrés Piquer y Arrufat. Transcurrida su primera infancia entre antigüedades romanas, de las que su padre era fervoroso coleccionista, en 1761 llegaba a Madrid a casa de Don Andrés Piquer para iniciarse en las primeras letras en el aula del dómine Torrecilla que frecuentó probablemente hasta 1769, y del que conservaría un grato recuerdo; y al año siguiente se incorporaba a la Universidad de Salamanca para estudiar leyes, donde permaneció hasta 1775, marchando después a Toledo, en cuya Universidad obtuvo los grados académicos hacia 1777, si bien todos estos años de su biografía se hallan escasamente documentados. En todo caso, en 1778 llegaba a Madrid para practicar en el bufete de Don Miguel Sarralde, interviniendo en numerosas polémicas literarias. Ya durante su período salmantino había recibido un premio de la Real Academia Española por su Sátira contra los abusos introducidos en la poesía castellana, y ahora en la corte, vuelve a fustigar con acrimonia a varios de los más acreditados escritores como T. Iriarte, V. García de la Huerta o C. M.ª Trigueros, lo que le produjo no pocas complicaciones, incluso la censura del Consejo Real, ordenándole «que se abstuviera en lo sucesivo de satirizar ni a persona particular ni a ningún Cuerpo, con apercibimiento de que, en caso de contravención se le imponga una pena personal; y que no publique obras con nombres fingidos, ni anagramas» (Papeles de Grinda. Ms. Bibl. Nac. de Madrid, n. 9583, p. 324 y s.).
  En 1783 se le admite en el colegio de abogados de Madrid, tras vencer algunas dificultades, y al año siguiente es nombrado abogado honorario e historiador de la casa de Altamira, por lo que percibe quinientos ducados anuales; pero es dos años más tarde cuando la fortuna llamará definitivamente a sus puertas. Por encargo de D. Eugenio Llaguno, personaje influyente en la corte, Forner traduce el Discurso pronunciado por el abate italiano Carlos Denina ante la Academia de Ciencias de Berlín el día 26 de enero de 1786 en defensa de España, y al que nuestro autor agregó a manera de epílogo su Oración apologética por la España y su mérito literario, y que llegada a manos del conde de Floridablanca, produjo en éste tan buena impresión que su autor disfrutó a partir de entonces de tan alto y poderoso patrocinio; y, en efecto, el 8 de julio de 1790 Forner era nombrado Fiscal del Crimen en la Real Audiencia de Sevilla. Pero llegado a la ciudad del Guadalquivir su ánimo turbulento y agresivo se serena y dulcifica y su talante polémico deja paso a un deseo de celebridad perdurable. El 18 de diciembre de 1791 contrae matrimonio con una joven de la alta sociedad sevillana, Carmen de Carasa, y alejado ya definitivamente en el tiempo y en el espíritu de las intrigas literarias de la corte, se incorpora a las otrora tan denostadas Academias, formando parte de la Sevillana de Buenas Letras y de las Sociedades Económica y Patriótica; y aun con un selecto grupo de amigos poetas, entre los que figuran Lista, Arjona, Reinoso y Blanco, organiza una tertulia literaria, la Academia de Letras Humanas, de la que es nombrado afectuosamente su censor.
  Sin embargo, Forner no se siente cómodo en Sevilla. Su espíritu inconformista y su ambición personal apuntan más alto y una y otra vez escribe a su nuevo protector, Don Manuel Godoy, el nuevo y poderoso ministro, solicitándole, en términos rayanos con la adulación, que le otorgue algún nombramiento, aunque sea el de «ministro de Persia», como le dirá humorísticamente, que lo devuelva a Madrid. Pero, entre tanto, el jurista no descansa y prepara un Plan para formar unas buenas instituciones de Derecho español que le vale una medalla de oro de la Real Academia de Derecho, y poco después su elección como presidente de la misma. Y, al fin, el 24 de julio de 1796 recibe el nombramiento de fiscal del Real y Supremo Consejo de Castilla, y se traslada a la tan añorada corte, donde fallecería poco tiempo después, el 16 de marzo de 1797.
  La figura intelectual de Juan Pablo Forner, llena de claroscuros a la luz de una primera aproximación al entramado de sus datos biográficos, ambiguos muchos de ellos, cuando no discrepantes entre sí, ha sido objeto de cambiantes y contrapuestas valoraciones a lo largo de los tiempos desde aquella primera, generalizada a los ojos de sus contemporáneos, que lo presentaba como el empedernido y agrio polemista, hábil en el uso de la sátira y el sarcasmo, hasta la ofrecida por la crítica más reciente, que descubre en él al sereno y lúcido filósofo de la historia patria; y aun la falta de ediciones críticas de muchos de sus textos, que permanecen todavía inéditos, permite sospechar nuevas y por hoy ignotas facetas de su rica personalidad, sin duda una de las más interesantes de todo el siglo XVIII español.
  Entroncado por su ascendencia levantina con el refinado humanismo mediterráneo, representado a la sazón por Gregorio Mayans, e inserto por su nacimiento en esa casta de escritores rudos y violentos que va desde Diego Sánchez de Badajoz, en el siglo XVI, hasta Bartolomé José Gallardo, pacense también, su genio compendia la diafanidad y reciedumbre de una y otra, plasmándose en un conjunto de escritos, varios de ellos demasiado avanzados para su entorno, lo que explica el escaso eco que en la vida de su autor tuvieron en su conjunto y las dificultades editoriales con que tropezaron.
  Prescindiendo de los de pura polémica literaria como El asno erudito, dirigido contra Tomás de Iriarte, el que mayor notoriedad alcanzó en su tiempo fue la Oración apologética por la España y su mérito literario, con la que terció en la primera gran polémica en torno a la ciencia española desatada por Nicolás Masson de Morvilliers con su artículo España, en el volumen I de la Nouvelle Encyclopedie, y en la que defiende el patrimonio científico español apoyado en criterios de utilidad y resultados prácticos con menoscabo de los teóricos y especulativos: «la gloria científica de una nación no se debe medir por sus adelantamientos en las cosas superfluas o perjudiciales. Igual la república de las letras a la civil en los fundamentos de su verdadera perfección y felicidad, debiera sólo adoptar como meritorios y estimables los establecimientos o sistemas que le son útiles» (edición de 1786, p. 1); de aquí que fuera tenido por largo tiempo este escrito como uno de los más sólidos fundamentos del tradicionalismo delsiglo XIX y que el mismo Menéndez Pelayo proclamara a su autor «defensor y restaurador de la antigua cultura española y caudillo, predecesor y maestro de todos los que después hemos trabajado en la misma empresa». (Historia de los heter., Vol. 11, p. 689).
  Sin embargo, esta imagen de un Forner reaccionario, rediviva incluso tras la publicación en 1970 de Los gramáticos, en que son numerosos los pasajes que parecen darle nueva consistencia, ha quedado desvaída y esperamos que definitivamente superada, tras las más recientes investigaciones, que al profundizar críticamente en otra serie de escritos suyos poco estudiados hasta la actualidad, la han patentizado más, como un enfrentamiento personal y polémico con determinados escritores ilustrados de la época que como fruto de la verdadera actitud intelectual de nuestro autor. Así, por ejemplo, José Caso González en su ensayo Gaspar Melchor de Jovellanos, Poesías, al referirse al enfrentamiento entre tradicionalistas e ilustrados escribe recogiendo este parecer: «Forner puso sus amplios conocimientos de nuestra historia cultural al servicio de los primeros, a pesar de que en el fondo de su alma estaba al lado de los segundos. Pero con éstos no pudo entenderse, porque su genio rudo y acre le empeñó en contiendas poco afortunadas que le apartaron de ellos y le lanzaron a una continua actividad polémica, excesivamente apasionada y con frecuencia injusta» (página 489).
  En efecto, contemplado a la luz de las Reflexiones sobre el modo de escribir la Historia de España y, sobre todo, del largamente meditado Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la Historia de España, no sólo aparece incontrovertible el espíritu ilustrado y progresista de Fomer, sino que incluso la Oración apologética descubre su verdadera dimensión e intencionalidad en un todo acorde con aquél. Nuestro autor, que en el Discurso se muestra familiarizado con los escritos de Montesquieu, de Voltaire, de Diderot, y de las otras grandes figuras del nuevo clima espiritual y cultural ultrapirenaico, vuelve su mirada hacia el pasado patrio valorándolo a través de una óptica típicamente ilustrada: la historia no es ya para él la rememoración más o menos complacida de una concatenación de acontecimientos y gestas memorables, como de algún modo lo es todavía en su coetáneo el Padre Enrique Flórez, sino un instrumento de trabajo con que analizar el pasado, extrayendo de su seno las normas de conducta y constantes de comportamiento que, aplicadas a los fenómenos socio-económicos y políticos del presente, permitan una mayor utilidad en beneficio de la nación: «Las proezas y hazañas de los héroes guerreros están ya sobradamente ensalzadas en millares de tomos; falta representar la vida política y ver en los tiempos pasados los orígenes de lo que hoy somos, y en la sucesión de las cosas los progresos, no de los hombres en individuos, sino de las clases que forman el cuerpo del Estado». (Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la Historia de España, Barcelona: Labor, 1973, p. 65). Pero, además, la historia no se resuelve en una simple técnica narrativa, sino que es una auténtica ciencia, pues como afirma, «por su naturaleza, después de las matemáticas, es este arte en el que cabe más la demostración». (Discurso..., edic. citada, p. 177).
  Contemplada desde esta perspectiva la historia de España, no es ya una fortaleza que haya que defender a la desesperada, sino un edificio que acusa en su fábrica el paso del tiempo y que es preciso percutir en sus estructuras para restaurarlo y hacerlo confortablemente útil a sus habitantes. Así, leemos: «nuestros ingenios (que fueron en gran número y fecundísimos) embelesaban a toda Europa porque eran los mejores que entonces se conocían. Diéronse las naciones a escribir, y produjeron grandes escritos en aquellas artes que mezclan el recreo con la utilidad; nos aventajaron y, ayudando también nuestro descuido, sea por fatalidad, sea por defecto de la constitución pública, no sólo perdimos la superioridad literaria, sino que andando el tiempo hemos sido mirados como bárbaros». (Discurso..., p. 119 y s.). Y en otro lugar: «Fue desgracia para España que empezasen a decaer en ésta lasletras cuando empezó a florecer la filosofía en el resto de Europa. Nuestro saber cayó en un terrible pedantismo cuando las demás naciones empezaron a dar de sí hombres grandes en todas líneas». (Discurso..., p. 135). Y como trasfondo de este análisis crítico, un nuevo concepto de nación pleno de modernidad en el que el protagonismo se desplaza del rey en favor de la sociedad misma que a través de sus diversas partes y miembros de los múltiples nexos en que éstos se unen, constituye la esencia misma de la patria heredera de su pasado y verdadera forjadora de su porvenir.
  Resulta ahora claro que, observada bajo esta luz, la Oración apologética ofrece una nueva faz y cobran relevancia pasajes que antes permanecían en la penumbra -especialmente «en el largo discurso filosófico que da entrada a la Segunda Parte» (Oración apologética..., p. XIII)- y que consiguientemente invalidan las opiniones de aquellos que veían en ella un simple aunque importante documento en favor del tradicionalismo decimonónico español. Así, por ejemplo, escribe en su prólogo: «Hay entre nosotros quienes creen muy de corazón que todo se sabe en España, y que nuestros métodos de enseñar son los mejores del mundo; y hay otros que todo creen que se ignora, y nos ven como hundidos en una lastimosa barbarie. Yerran unos y otros imprudentemente: porque ni todo lo que se sabe en España es lo mejor; ni tampoco se dexa de saber lo necesario, lo conveniente, y aun mucha parte de lo superfluo. Lo digo en la Oración, y lo repito aquí». (Oración apologética..., p. VII y s.). Antes bien, lo que verdaderamente se propugna en sus páginas no es la supremacía numérica de nuestros logros culturales frente a los de otros países, sino las peculiaridades cualitativas y esenciales de nuestro ser nacional, que lejos de enfrentarnos o subordinarnos a culturas foráneas, nos permitan y aun obliguen a incorporarnos al concierto de las naciones europeas, porque como afirma satisfecho: «España, sin dexar de hacer singular aprecio de las laboriosas y útiles invenciones de las demás gentes, no ceda a ninguna el valor de las suyas, y en algunas muy importantes obtiene indubitablemente la preferencia». (Oración apologética..., p. 72).
  Por lo demás, filosóficamente nuestro autor se declara cuantas veces tiene lugar para ello e inequívocamente, seguidor y discípulo de Juan Luis Vives: «Vives perfeccionó al hombre: demostró los errores del saber en su mismo origen: reduxo la razón a sus límites: manifestó a los sabios lo que no eran y lo que debían ser... su uníversal saber en suma, consagrado, si no a la escrutación de la Naturaleza, que eternamente se resistirá a las tentativas del entendimiento, por lo menos a las mejoras de éste, y a la utilidad con que le convida la inmensa variedad de objetos que le oprimen por el abuso; son en verdad méritos, que no sin fundamento obligan a reputarle en su patria por el talento mayor que han visto las edades... entonces confesará Europa que no el amor de la patria, sino el de la razón, me hace ver en Vives una gloriosa superioridad sobre todos los sabios de todos los siglos». (Oración apologética..., p. 143-146).