GAOS Y GONZÁLEZ POLA, José

  Nació en Albaña (Asturias). en 1900 en el seno de una familia de cierto relieve en el ámbito cultural y literario patrio, pues contó entre sus hermanos a dos notables poetas, Alejandro y Vicente, y a una distinguida actriz, Lola Gaos, y tras de cursar los estudios primarios en su tierra natal, inició su formación universitaria en Valencia, pasando después a la Universidad de Madrid, donde tuvo por maestros a Ortega y Gasset y a García Morente, y en la que obtuvo la licenciatura en 1923. Se trasladó al año siguiente a Francia, por cuya cultura sentía una gran atracción que le valdría, pasados los años, ser nombrado por el gobierno galo caballero de la Legión de Honor, residiendo por un curso en Montpellier como lector de español de su Universidad y en la Ecole Normale d'lnstituteurs; y vuelto a España, fue por algún tiempo profesor titular de filosofía en el Instituto de Enseñanza Media de Valencia, mientras preparaba su doctorado, que obtuvo en 1928 en la Universidad de Madrid con Premio Extraordinario. Fue después por algunos meses profesor de filosofía en el Instituto de Enseñanza Media de León y en 1930 conseguía por oposición la cátedra de lógica y teoría del conocimiento de la Universidad de Zaragoza, de donde en 1933 pasó a la Central de Madrid como catedrático de introducción a la filosofía y didáctica de las ciencias humanas, y de la que sería rector desde 1936 a 1939.

  Las dificultades que hubo de vencer en el desempeño de tan destacado cargo, en medio de las adversas circunstancias de la guerra civil, fueron incontables, y sólo su excepcional capacidad de trabajo y su gran humanidad le permitieron atender, además, otros compromisos como los propios de la presidencia de la Junta de las Relaciones Culturales de España con el Exterior (de 1936 a 1939) o los del comisariado general de España en la Exposición Internacional de París en 1937. En 1939 se expatrió a Méjico, donde fijó su residencia y ocupó sendas cátedras de filosofía en la Universidad Autónoma y en el Colegio de México, impartiendo, además, ocasionalmente cursos en las Universidades de Guatemala, La Habana y Nuevo León (Méjico). José Gaos, que junto a su inclinación por la cultura francesa recibió de Ortega y Gasset un marcado interés por el pensamiento germánico, llevó a cabo numerosas traducciones de filósofos franceses y alemanes primero en la Revista de Occidente y más tarde en el Fondo de Cultura Económica de Méjico, al tiempo que colaboraba con asiduidad en numerosísimas revistas: Revista de Occidente, Cuadernos Americanos, Filosofía y Letras, Revista Mexicana de Sociología, Luminar, Tierra Nueva, entre otras, y pronunció conferencias en multitud de países americanos y europeos, como Francia, Holanda, Suecia y Noruega, habiendo podido afirmarse, a la vista de tan extensa labor cultural y científica, que ha sido, sin duda, «el profesor de saber filosófico más vasto y más al día que haya tenido nunca la cátedra española» (S. Alonso Fueyo: Filosofía y narcisismo, p. 72). J. Gaos fallecía en Méjico el 10 de junio de 1969.

  La larga singladura intelectual de nuestro autor, que parte del interés por el neokantismo y por el fenomenologismo recibido de sus maestros universitarios, y en el que se mantuvo por algún tiempo fiel al raciovitalismo orteguiano, se orientó en posteriores y sucesivas búsquedas por todo el horizonte filosófico contemporáneo al platonismo axiológico de Max Scheler y N. Hartmann, al vitalismo bergsoniano y al historicismo de Dilthey, para concluir, tras otras tantas decepciones ante la incapacidad mostrada por cada uno de estos sistemas para proporcionar una visión global y definitiva de la totalidad de lo real, en un agnosticismo al que se referiría pasados los años: «He vivido como la verdad, por lo menos, la escolástica de Balmes, el neokantismo, la fenomenología, y la filosofía de los valores, el existencialismo y el historicismo... Aunque, no. Estos últimos ya no pude acogerlos como la verdad. Ya estaba escarmentado con la sucesión de las verdades anteriores» (Confesiones profesionales, p. 34).

  Pero esta actitud escéptica y relativizadora del quehacer filosófico lo llevó a refugiarse en la intimidad de su propio yo, de su persona, pues, como se repite una y otra vez en sus escritos: «La filosofía debe ser forzosamente, esencialmente individual, personal» (Filosofía de la filosofía, p. 8). De aquí el nombre de personismo con que gusta denominar esta actitud resultante de un permanente filosofar sobre la filosofía misma que acaba por anclar todo posible conocimiento de la realidad exterior en la finitud del hombre individual que indaga; actitud que, como tal, no es transmisible a los demás, pero sí válida y valiosa para el que la alcanza. Y así escribe: «Todo debe justificarse ante el hombre. Todo: desde las menudencias de la vida diaria hasta la existencia del mundo, hasta la existencia de Dios, hasta la propia existencia. Ante el hombre: porque entre las muchas y variadas definiciones que ya se han dado y aún pueden darse del hombre, señalando lo inaprensiblemente proteico de su ser, no sería precisamente una de las peores ésta: el animal menesteroso de justificación, de universal justificación» (Antropología e historiología, p. 62).

  Consecuente con estos resultados, la última y doctrinalmente más rica etapa de la trayectoria intelectual de Gaos, se halla abierta a la formación de una antropología filosófica a cuyo desarrollo ha dedicado muchas de sus mejores páginas. Esta antropología gira en torno a dos rasgos privativos y definitorios del hombre: el estar dotado de manos y el tener conciencia de su te­poralidad. Por la primera de estas características, el hombre, el homo faber, despegó paulatinamente de su condición originaria alzándose sobre el pedestal de su propia cultura que abarca desde las tareas puramente artesanales hasta las más refinadas y sublimes obras de su genio creador. «Por su mano -escribe nuestro autor- es posible conocer al hombre y rehacerlo incluso con sus obras» (Dos exclusivas del hombre: la mano y el tiempo, p. 24). Y de entre las múltiples posibilidades de la mano, destaca Gaos como la más expresiva de la espiritualidad humana, la caricia, en cuyo análisis y descripción pone a contribución todas sus dotes de fino psicólogo. La caricia en la que admira y destaca la movilidad, la suavidad, la fugacidad y el calor, «es una expresión de contacto deseosa de convertirse en expresión a distancia» (Ibid., p. 104).

  Igualmente inspiradas y penetrantes son las páginas consagradas a la temporalidad, en que, tras un pormenorizado análisis fenomenológico de la actividad humana, identifica ésta en su despliegue con nuestra temporalidad como el transcurso de la vida que marcha desde el nacimiento hacia la muerte; como la dimensión del ser finito que porque nace debe morir, pues «si somos, es porque debemos abandonar el ser un día» (Ibid., p. 160). De aquí que la antropología a la que nuestro autor arribó tras la relativización agnóstica de toda la tradición filosófica, concluya ante el enigma de la muerte con una esperanza interrogante en torno al más allá, llegando a afirmar que: «Una antropología no puede ser completa si no termina en una teología»(Ibid., p. 188).