MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino

  Hijo de padre asturiano y de madre oriunda del valle del Pas, nació en Santander el 3 de noviembre de 1856; y en aquella ciudad transcurrió su infancia bajo la atenta vigilancia de sus padres que procuraron refrenar su insaciable sed de lecturas, cursando el bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media, del que el padre era catedrático de matemáticas, y donde tuvo por profesor de filosofía a don Agustín Gutiérrez, que profesaba las doctrinas de Cousin, Reid, Royer-Collard y Laromiguière, del que recibió, como advierte Bonilla y San Martín (véase) «sus primeras aficiones a la tradición moderada y analítica de la escuela escocesa» (M. Menéndez Pelayo, ob. cit.), al tiempo que progresaba privadamente en el conocimiento del latín, el inglés y el francés.
  En 1871, llevado en parte por la aversión al racionalismo imperante en la Universidad de Madrid, y también buscando la tutela de J. R. de Luanco, amigo de su padre, marchó a la Universidad de Barcelona donde éste era profesor, para iniciar los estudios de filosofía y letras, en los que gozó del magisterio de M. Milá y Fontanals en lo literario y de F. J. Llorens y Barba (véase), que orientó definitivamente su interés en lo filosófico por la escuela escocesa, a la vez que entablaba una perdurable amistad con su condiscípulo A. Rubió y Lluch (véase); y también en Barcelona tuvo lugar su primera intervención pública pronunciando el 23 de abril de 1873 en el Ateneo una conferencia sobre Cervantes considerado como poeta.
  En el otoño de aquel mismo año, y siguiendo a Luanco que se había trasladado a Madrid, llegó a la Corte para cursar en su Universidad el último año de la carrera, iniciando entonces el acopio de materiales para su gran proyecto de una Biblioteca de traductores españoles. Sin embargo, llegado el mes de junio de 1874, y ante la decisión del catedrático de metafísica Nicolás Salmerón (véase) de suspender a cualquier alumno que se presentara a examen, ya «que ni uno había sorprendido las sublimidades del krausismo», optó por trasladarse a Valladolid, donde el 27 de septiembre se licenciaba con Premio Extraordinario, figurando entre sus jueces don Gumersindo Laverde (véase), con el que inmediatamente cerró una entrañable y fecunda amistad de enorme trascendencia para su futuro humano y científico, sólo justipreciada en su verdadera dimensión tras la publicación del Epistolario.
  Nuevamente en Madrid, inició la preparación del doctorado asistiendo a las clases de J. Amador de los Ríos, F. Fernández y González (véase) y F. de Paula Canalejas (véase), que obtuvo en junio de 1875 con Premio Extraordinario frente a Joaquín Costa (véase), al tiempo que diseñaba diversos proyectos científicos -Bibliografía de escritores españoles, Estudios sobre escritores montañeses, y el más importante de todos, el de la Historia de los heterodoxos españoles-, mientras se multiplicaba su presencia en las más importantes revistas del momento y eran escuchadas con admiración y respeto sus numerosas conferencias, todo lo cual proyectó su figura, pese a su juventud, al primer plano de la vida intelectual española.
  El Ayuntamiento de Santander (1875), su Diputación (1876) y el Ministerio de Fomento (1877) le concedieron sendas subvenciones que le permitieron a partir del otoño de 1876 viajar por Portugal, Italia, Francia, Bélgica y Holanda para escudriñar en los fondos de las más importantes bibliotecas europeas y entablar relaciones personales con numerosos científicos y literatos de aquellos países; y tal fue la fama alcanzada tras aquella meteórica ascensión, que el mismo presidente del gobierno A. Cánovas del Castillo, consiguió de las Cortes una ley publicada el 2 de mayo de 1878 rebajando la edad para oposiciones a cátedra de los veinticinco a los veintiún años, lo que le permitió aspirar en el otoño de 1878 a la cátedra de Historia crítica de la literatura española, vacante por el fallecimiento de J. Amador de los Ríos, y que consiguió el 20 de diciembre, recién cumplidos los veintidós años, figurando entre sus oponentes Francisco de Paula Canalejas. También en el verano de 1876 inició desde las páginas de la Revista Europea, y por indicación de G. Laverde, la publicación de una larga serie de epístolas dirigidas a su amigo y a cuyo través polemizó contundentemente primero con G. de Azcárate (véase), y después con M. de la Revilla (véase) y J. del Perojo (véase), que negaban la existencia de una ciencia española.
  De estatura más que mediana, anchos hombros, aspecto fuerte y erguido, de amplia frente con entradas, barba negra y cerrada y mirada viva y profunda, tal como lo muestra la primera iconografía que de él se conserva (grabado de Bartolomé Maura, óleo de Luis Madrazo, dibujo de Lemus), pero que al correr de los años aparece --como en la fotografía recogida en la edición nacional de sus obras-- prematuramente envejecido, encorvado su porte, cabeza cana, bigote y barba descuidados y mirada velada por el cansancio, Menéndez Pelayo poseyó en lo espiritual las características que corresponden al hombre de estudio y al investigador riguroso que fue toda su vida y que en modo alguno deben identificarse con las propias de la misantropía recalcitrante con que muchos de sus detractores han querido presentarlo; antes bien, estuvo dotado de un temperamento naturalmente sereno y generoso, abierto a todo sentimiento noble, especialmente al de la amistad, y templado después por el continuo trato con el mundo clásico, del que recibió la claridad conceptual latina y el conocimiento reflexivo y profundo del humanismo helénico, de aquí que, instalado definitivamente en Madrid, en la fonda de las Cuatro Naciones, sita en la calle del Arenal, no rehusara en modo alguno llevar la vida de sociedad que correspondía a su brillante situación académica y social. Y así, introducido por su buen amigo, aunque treinta años mayor que él, don Juan Valera, asistió a los salones y reuniones más codiciados de la Corte y cultivó la amistad de numerosas damas de la aristocracia madrileña. Como recuerda A. Bonilla, «frecuentaba los bailes de la condesa de Villalobos, madre del actual marqués de Cerralbo; asistía a las tertulias de Fernández Guerra, del marqués de Valmal y del marqués de Heredia; comía y almorzaba en diversas casas (entre ellas en la de don Juan Facundo Riaño, en el palacio de la duquesa de Alba y en casa de la marquesa de Viluma)». (Ob. cit., p. 52).
  A partir de su nombramiento de catedrático, y dejando de lado su actividad parlamentaria, pura anécdota en su biografía científica, pero que, en todo caso, lo llevó por lealtad personal a Cánovas del Castillo, a ser diputado a Cortes por Palma de Mallorca (1884) y Zaragoza (1891); senador por Oviedo (1893) y por la Academia desde 1899 hasta su muerte, su vida puede seguirse sin dificultad en sus grandes rasgos, ya que el detalle pormenorizado es imposible en esta breve reseña, siguiendo la doble línea de las fechas que jalonan la publicación de sus grandes obras y la de sus logros académicos.
  Dentro de la primera recordemos: 1880: Historia de los heterodoxos españoles; 1881: Brindis del Retiro, auténtica proclama de su fe católica y de su respeto a los valores y libertades tradicionales; 1883: Historia de las ideas estéticas en España; 1884: Estudios de crítica literaria; 1890: Historia de la poesía castellana en la Edad Media; 1892: Ensayos de crítica filosófica; 1893: Historia de la poesía hispano­americana; 1905: Orígenes de la novela.
  En cuanto a su curriculum académico, en 1881 ingresaba en la Real Academia Española en la vacante de Hartzenbusch; 1883, en la de la Historia, en la vacante de Moreno Nieto; 1891, en la de Ciencias Morales y Políticas, en la vacante del marqués de Molins; en 1894 era nombrado bibliotecario perpetuo de la Academia de la Historia, lo que le permitió tener un hogar en las buhardas del edificio; 1898, director de la Biblioteca Nacional, con lo que renuncia a su actividad docente; en 1901 ingresaba en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y en 1910 era nombrado director de la Real Academia de la Historia.
  Menéndez Pelayo que, como director de la Biblioteca Nacional y jefe de los Servicios del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, llevó a cabo una profunda y perdurable reforma en la biblioteconomía española, y más concretamente en el organismo que presidía, pasó durante los últimos años de su vida largas temporadas, cada vez más frecuentes y prolongadas, en su residencia de Santander, trabajando en su espléndida biblioteca personal, donde falleció el 19 de mayo de 1912, siendo enterrado, junto a sus padres, en el pequeño cementerio de Ciriego, de donde en la fecha del centenario de su nacimiento fue trasladado con honores de capitán general a la catedral de su ciudad natal, en la que reposa en un sepulcro obra del escultor Victorio Macho.
  Esta es, en sus rasgos fundamentales, la semblanza de nuestro autor, a quien cupo vivir en una época sin cuya referencia tal vez no resulte plenamente inteligible su obra. Llegó a la vida en un momento de extrema postración para el centenario imperio español que tocaba a su ocaso, el período de entreguerras, las carlistas. Su infancia se desarrolló en los turbulentos tiempos jalonados por el destronamiento de Isabel II, reinado de don Amadeo de Saboya, Primera República y, al fin, alcanzaba su mayoría de edad académica con el doctorado el mismo año de la Restauración borbónica en que, bajo la prudente y segura mano de Cánovas del Castillo, se abría una etapa de cierta estabilidad constitucional en nuestro país, que permitió a sus gentes iniciar un proceso de reflexión introspectiva que debía, sobre las consecuencias extraidas de su pasado, establecer las claves que le permitieran abrirse hacia el futuro y que alcanzaría su formulación definitiva con la generación del 98. Y todo ello coincidiendo más allá de nuestras fronteras con la toma de conciencia en Europa de su destino histórico, a través de las grandes escuelas historicistas, capitaneadas por Burckhardt, Mommsen, Taine, etc. He aquí el marco temporal en cuyas coordenadas debemos interpretar y valorar la actividad humana y científica de Menéndez Pelayo y que ha permitido establecer un paralelismo entre el sentido último de su obra y los Discursos a la nación alemana de J. G. Fichte.
  Y, en efecto, ya años antes de que el polígrafo montañés viera la luz primera, las autoridades españolas habían percibido, aunque tarde, el estado de postración en que se hallaba nuestra cultura, por lo que un ministro de Espartero, Pedro Gómez de la Serna, pensionaba a un joven catedrático de la Universidad madrileña, J. Sanz del Río (véase), para que cruzara los Pirineos en busca de remedio a la aguda anemia intelectual que padecía la sociedad patria, y quien, tras de visitar París y Bruselas, importaba de Heidelberg una nueva doctrina filosófica, el krausismo, mercancía muy discutida en cuanto a su calidad, pero que, en todo caso, tuvo la virtud de reunir inmediatamente por su medio a un grupo de relevantes personalidades que se integraron en un movimiento intelectual progresista capaz de agitar y despertar a la conciencia española del sopor escolástico en que se había ido sumiendo a lo largo del último siglo.
  Y es justamente en este ambiente y en este paisaje, caracterizado por la presencia activa de los krausistas en la Universidad y en la política españolas, cuando Menéndez Pelayo, hasta entonces un brillantísimo alumno de singulares dotes intelectuales, aparece en la escena pública, polemizando desde las páginas de la Revista Europea con un prestigioso catedrático de la Universidad Central, G. de Azcárate (véase) en torno a la existencia de la ciencia española, polémica con la que se abría un gran debate, aún no concluido, pero que, por debajo de su interés concreto, ponía de manifiesto el gran enfrentamiento que nuestro autor sostendría a lo largo de toda su vida con los krausistas -con muchos de los cuales mantuvo, por lo demás, cordiales relaciones de amistad-, basado en dos concepciones radicalmente opuestas acerca de la historia y esencia de España, dos concepciones vivificadas por un mismo amor patrio e igualmente respetables, pero que aportaban fórmulas bien distintas para la resolución del problema en litigio, pues mientras que para aquéllos el futuro de España estaba en una incondicional reintegración en Europa con suelta de cuanto lastre histórico fuera preciso, para nuestro autor, sólo una vuelta a la tradición y a la recuperación en ella de sus valores esenciales, podía proyectarnos con seguridad y firmeza hacia el futuro.
  Pero si la polémica, con lo que implica de despliegue del propio pensamiento, se había planteado en el terreno histórico, ofrecía, a la vez, una profundidad filosófica al cuestionar la esencia del ser de España que Menéndez Pelayo, también desde las páginas de la Revista Europea, y por los mismos días, al presentar el plan de la Historia de los heterodoxos, tenía ya perfectamente definida, como declara en su epílogo: «la creencia, sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime»; y agrega: «Esta unidad se la dio a España el cristianismo», para concluir: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio,..; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra».
  Por eso, cuando al acceder en 1878 a la cátedra de Historia crítica de la literatura española adquiría, de acuerdo con la legislación vigente, el compromiso de preparar un tratado sobre la materia que él, investigador de casta, no deseaba cumplir con un simple manual o libro de texto al uso, y se disponía a establecer las bases para un completo y definitivo estudio sobre el contenido de aquella especialidad docente, estaba tal vez modificando únicamente el cauce de su discurrir, porque básicamente su gran empresa intelectual, aquélla a la que ya había puesto mano con anterioridad y que no pudo culminar porque la muerte se lo impidió, estaba ya decidida y definida en la globalidad de su empeño: penetrar comprensivamente el ser de España a través de sus manifiestaciones históricas -la literaria, la artística, la filosófica ...,-, y devolver a sus gentes la conciencia de su ser nacional. En 1910, cercano ya el término de su carrera, decía al respecto en el acto de su nombramiento como director de la Real Academia de la Historia: «Lo que honrais en mí no es mi persona, no es mi labor, cuya endeblez reconozco, sino el pensamiento capital que la informa, y que desde las indecisiones y tanteos de la mocedad me ha ido llevando a una comprensión cada vez menos incompleta del genio nacional y de los inmortales destinos de España. Los tiempos presentes son de prueba amarga y triste para los que profesamos esta fe y procuramos inculcarla a nuestros conciudadanos, pero quizá, por lo mismo, sean días propicios para refugiamos en el apartamiento y soledad de la ciencia histórica, nunca más objetiva y serena que cuando vive desinteresada del tumulto mundano» (Bonilla y San Martín, ob. cit., p. 107).
  Menéndez Pelayo, que poseyó títulos bastantes, como lo acredita su pertenencia a cuatro Reales Academias, para ser considerado maestro en múltiples disciplinas, fue, ante todo y sobre todo, un historiador, no sólo por la técnica y el método utilizados a lo largo de toda su ciclópea obra, sino por la idea básica a partir de la que ésta se generó, y que pasa de un concepto organicista y biológico durante su juventud bajo la influencia de Llorens y Barba y Herder, a una dinámica dialéctica, próxima a Hegel, para desembocar, ya en su edad madura, en un armonismo que superando mediante un estudio minucioso, técnico y crítico, los vaivenes de la dialéctica hegeliana, consiga, tras un largo proceso de análisis y reflexión, una síntesis segura y estable: «Para comprender el alma de un pensador -escribe- es necesario pensar con él, reconstruir idealmente el proceso dialéctico que él siguió, someterse a su especial tecnicismo, y no traducirle bárbara e infielmente en una lengua filosófica que no es la que él empleó. Y se necesita, además, colocarle en su propio medio, en su ambiente histórico, porque la especulación racional no debe aislarse de los demás modos de la vida del espíritu, sino que con todos ellos se enlaza mediante una complicada red de sutiles relaciones que al análisis crítico toca discernir». (Ensayos de crít. filosóf. Edic. Nac., p. 368 y s.). Y dentro de esta concepción fundamental, y en permanente y fiel referencia a sus parámetros conceptuales, investiga e historia la ciencia española, la estética patria, la lírica castellana o los orígenes de nuestra novela. No pudiendo, empero, seguirle por tan vastos horizontes, nos limitaremos, en atención al sentido de estas páginas, a apuntar su labor en lo relativo a la filosofía española.
  El interés por el pensamiento filosófico español, estaba vivo entre nuestros estudiosos ya desde los comienzos mismos del siglo XIX. De él se habían ocupado, aunque tangencialmente, en sus escritos T. Lapeña (véase) en 1806, J. Balmes (véase), V. Arnau y Lambea y T. García Luna (véase) en 1847, y a mediados de la centuria, y con más clara conciencia de su importancia, P. de Azcárate (véase), que por primera vez articuló el estudio de los filósofos patrios en el contexto de su Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos y verdaderos principios de la ciencia de 1861, y L. Vidart, quien cinco años más tarde le dedicaba en exclusividad un volumen, La Filosofía española. Con todo, la auténtica partida de nacimiento de la historia de la filosofía española como disciplina independiente, la constituye el artículo que el 1 de octubre de 1856 publicaba bajo el título De la filosofía en España don Gumersindo Laverde en El Diario Español político y literario y en el que proponía la constitución de una biblioteca de filósofos españoles en lengua vulgar, la publicación de un periódico que sirviera de órgano de difusión a todas las inquietudes y trabajos sobre la materia, la convocatoria de premios y certámenes que incentivaran estos estudios, la fundación de una academia que articule todas estas actividades; y en otro artículo aparecido poco tiempo después, hasta la creación de una facultad radicada en la Universidad Central y en la que se integrarían las diversas disciplinas relativas al estudio de la ciencia y del pensamiento españoles.
  Como es sabido, la penosa enfermedad que ya por entonces aquejaba a Laverde no le permitió desarrollar su proyecto, pero tuvo el acierto de interesar para su consecución y de depositarlo en las titánicas manos de su joven amigo Marcelino Menéndez Pelayo, que fue el encargado de ponerlo en ejecución. Muchos años después, en 1911, con motivo del ingreso en la Real Academia de la Historia de su discípulo A. Bonilla y San Martín, y en su discurso de contestación, recordaba conmovido el compromiso contraido en su juventud: «A ese lauro (el de ser el primer historiador de la Filosofía nacional), aspiré en mi juventud, alentado por el sabio y benévolo consejo de un varón de dulce memoria y modesta fama, recto en el pensar, elegante en el decir, alma suave y cándida, llena de virtud y de patriotismo, purificada en el yunque del dolor hasta llegar a la perfección ascética». (Ensayos de crít. filosóf. Edic. Nac., p. 388).
  Y como al enfrentarse, tras su nombramiento de catedrático, con la historia crítica de la literatura española, también ahora se propone un vasto y ambicioso plan que habría de culminar en una historia de la filosofía española. «Historia -afirmaba en 1884- que está todavía por escribir y que escribiré algún día si la vida me alcanza para completar el círculo de mis trabajos». (Hist. ideas estét. Edic. Nac. Vol. I, p. 4). Y, a este efecto, con la escrupulosidad, pulcritud y rigor técnico que lo caracterizaban, escudriñó bibliotecas, revisó archivos, desempolvó viejos documentos, reunió datos a través de ingentes lecturas, persiguió tendencias y reconstruyó escuelas sin reparar en tiempo ni esfuerzo: «No he retrocedido ante ninguna lectura, por árida que pareciese, y tengo mi orgullo en afirmar que hay páginas de esta obra que me han costado el estudio de volúmenes enteros, sólo para descubrir en ellos alguna idea útil» (Ibid., p. 3). La empresa era árdua y en la primera fase de su ejecución había que seleccionar y valorar cuidadosamente los materiales, era preciso disponer de «ediciones críticas y correctas de los principales textos de nuestros filósofos, exposiciones precisas y completas de su doctrina, estudios de su desarrollo histórico, sobre las mútuas relaciones que guardan entre sí y sobre su influencia en el mundo... Sólo entonces será hacedero tejer la historia de la filosofía española». (La ciencia española. Edic. Nac. Vol. II, p. 367 y s.). Y, naturalmente, lo gigantesco del proyecto, muy superior a las posibilidades de una vida humana, no le permitió alcanzar aquella meta, ni cerrar «el círculo de sus trabajos», pero dejó a su muerte un riquísimo venero de materiales, un enorme patrimonio intelectual, difícilmente alcanzable dentro de los límites de una existencia que no fuera la suya y por el que la investigación española le será deudora de perpetua gratitud. Recordemos tan sólo algunos de sus logros: La ciencia española; Historia de las ideas estéticas; De los orígenes del criticismo y del escepticismo, y especialmente de los precursores españoles de Kant; De las vicisitudes de la filosofía platónica en España, o sus estudios sobre San Isidoro, Fox Morcillo, Raimundo Sibiuda, Pedro de Valencia, Raimundo Lulio, Francisco de Vitoria, Luis Vives, Miguel Servet, Francisco Sánchez, Gómez Pereira, etc.
  Sin embargo, sería erróneo considerar este conjunto de estudios, al que aún podrían agregarse otros muchos -ejemplo soberano cada uno de ellos de riquísima erudición, síntesis doctrinal y diafanidad de estilo-, como un simple amontonamiento de materiales preparados para la ejecución de una obra que no llegó a realizarse en su totalidad; muy por el contrario, todos ellos son piezas pertenecientes a un esquema perfectamente prefijado e insertas en una concepción global de la filosofía española que en la mente de su autor es algo más que el pensamiento desarrollado dentro de unos límites geográficos determinados. La filosofía española -viene a decir-, es el fruto de unas peculiaridades raciales, resultado de su espíritu nacional, expresión de unas circunstancias y vicisitudes históricas que establecen lazos de afinidad y comunidad de anhelos entre quienes a lo largo de las centurias se han dedicado a la especulación filosófica, viniendo a ser la consecuencia de lo que en términos germánicos podríamos llamar la Weltanschauung hispana: «Siendo materialmente imposible -escribe-, dadas las leyes de la transmisión y de la herencia, y salvando siempre los derechos del genio y muchísimo más los del libre albedrío, que pensadores de una misma sangre, nacidos en un mismo suelo, sujetos a las mismas influencias físicas y morales, y educados más o menos directamente los unos por los otros, dejen de parecerse en algo y en mucho, aunque hayan militado o militen en escuelas diversas, aún enemigas; se puede afirmar a priori, y sin recelo de equivocarse, que la historia de la filosofía española, considerada en su integridad, es algo que tiene existencia y vida propia peculiar, y que debe ser considerado y tratado aparte, por más que esa existencia y esa vida parezcan secundarias dentro del total desarrollo histórico de la ciencia» (Ibid. Vol. II, p. 369).
  Dentro de esta visión básica de la filosofía española, Menéndez Pelayo señala tres grandes escuelas, o más bien corrientes, en su historia: el vivismo, la principal de ellas, a la que serían deudoras la filosofía de Bacon, cuyo antecedente vivista sería el libro De disciplinis; el cartesianismo, y la escuela escocesa del sentido común, que procedería del De anima et vita. Y, junto al vivismo, la filosofía luliana, tan valorada en la Europa de los siglos posteriores, y el suarismo, que ejerció profunda y perdurable influencia en los ambientes universitarios alemanes del siglo XVII.
  Pero si «para comprender el alma de un pensador -y consiguientemente su obra-, es necesario pensar con él y reconstruir idealmente el proceso dialéctico que él siguió», como el mismo Menéndez Pelayo afirma (Ensayo de crít. filosóf., ob. cit., p. 368), parece conveniente al término de esta sucinta reseña de su vida y obra hacer una breve referencia a su propio pensamiento, pues sólo él representa el auténtico punto de vista, la perspectiva correcta desde la que su obra fue concebida y, consiguientemente, desde la que debe ser contemplada para una adecuada intelección.
  Nuestro autor fue por formación, ya desde su niñez, y por talante a lo largo de toda su vida, un humanista, un espíritu forjado en la severa disciplina de la cultura greco-latina y admirador reverente de sus valores racionales, éticos y estéticos, y, por lo tanto, también un enamorado del Renacimiento. En cuanto a su formación universitaria, ya ha quedado apuntada la simpatía que desde sus años de vida en Barcelona sintió por la filosofía escocesa; pues bien, ambos aspectos de su perfil intelectual vienen a coincidir en un momento posterior en la figura del renacentista Luis Vives, de quien afirma: «El sentido común en su más noble acepción, la filosofía modesta y sólida que ha hecho la gloria de Inglaterra y de Escocia, dictó por primera vez sus cánones en la ardiente y nerviosa latinidad de Vives, antes de dictarlos en el pomposo estilo de Bacon o en la lengua analítica y precisa de Reid y Hamilton» (Ibid., p. 384 y s.). Y, en efecto, fue el pensamiento de Luis Vives, la filosofía vivista, la que desde entonces aceptó como propia, ya que veía en él un decidido adalid de la libertad y de la independencia de espíritu y de investigación en medio del escolasticismo imperante en la España del siglo XVI, «el más prodigioso de los artífices del Renacimiento, pensador crítico de primera fuerza, como hoy suele decirse, renovador del método antes que Bacon y Descartes, iniciador del psicologismo escocés, conciliador casi siempre, prudente y mesurado aún en la obra de reconstrucción que había emprendido, dechado de claridad, elegancia y rigor lógico, filósofo en quien predominaron siempre el juicio y el sentido práctico, nunca reñidos en él con la alteza del pensamiento» (La cienc. esp. Edic. Nac. Vol. I, p. 35).
  Y aún cabría señalar, junto a una actitud permanente de reserva, cuando no de desagrado, frente al tomismo, la admiración que ya en su edad madura sintió por el armonismo de Fox Morcillo (véase).