UNAMUNO Y JUGO, Miguel de
Una de las más recias y complejas personalidades de su tiempo, y tal vez de toda nuestra historia literaria, nació en Bilbao el 29 de septiembre de 1864 como tercer hijo del matrimonio formado por Don Félix de Unamuno, un pequeño comerciante de Vergara (Guipúzcoa) que en su juventud marchó a Méjico, de donde regresaría tiempo después con una modesta fortuna que le permitió establecerse como industrial panadero en la villa del Nervión, y de su esposa, sobrina carnal suya, Doña Salomé Jugo de Unamuno, y en aquella ciudad transcurrió su infancia y adolescencia aprendiendo las primeras letras en el Colegio de San Nicolás y cursando después el Bachillerato en el Instituto Vizcaino, a lo largo de unos años de grata memoria, tal como lo refleja en las páginas de Recuerdos de niñez y de mocedad y en las que se presenta, tras las correrías y travesuras de sus años en San Nicolás, como un chico serio y reflexivo de complexión fuerte pero de salud algo quebradiza, ávido e insaciable lector primero de Julio Verne y después durante los años de Bachillerato de Jaime Balmes, de Donoso Cortés (véanse) y de algunas otras obras pertenecientes a la pequeña pero selecta biblioteca de su padre; también como de temperamento muy piadoso que lo llevó a ser secretario de la Congregación de San Luis Gonzaga y, en fin, enamorado desde hora muy temprana de una niña, Concepción Lizárraga, a la que había conocido durante su preparación para la Primera Comunión en la sacristía de la iglesia de San Juan, y a la que habría de permanecer fiel y con exclusividad por toda su vida. Tres características éstas, la de su sed de verdad, su religiosidad y su amor inquebrantable a la esposa y al hogar, que constituirán a través de los años los rasgos esenciales de su personalidad. Y también por entonces asistió al taller de pintura de Antonio Lecuona junto al cual perfeccionó su inclinación al dibujo que como pasatiempo continuaría cultivando a lo largo de toda su vida.
En el otoño de 1880, concluido ya su Bachillerato y con el decidido propósito de estudiar la carrera de Filosofía y Letras, se trasladó a Madrid, una ciudad que le resultó desagradable desde un principio y hasta "hostil", y en la que transcurrieron sus años universitarios en la Casa de Astrarena, una pensión situada en un viejo caserón de la calle de la Montera asistiendo a clase de cuyos profesores apenas si conserva recuerdo -Ortí y Lara, F.Giner de los Ríos (véanse), Morayta visitando el Círculo Vasco-Navarro y en ocasiones el Ateneo del que escribe "en este bendito Ateneo leen pocos, discursean más y discuten casi todos" (De mi vida. En: ob. compl. Edic. Escelicero Vol. VIII, pp. 176 y s.) y, en fin, recordando nostálgicamente a su novia y los verdes y entrañables paisajes de su tierra natal.
Pero, sobre todo, fueron unos años de constantes y variadas lecturas que logran convertir al mediocre estudiante del Instituto Vizcaino en un brillante universitario. Leyó, naturalmente, algunos textos del ya por entonces decadente krausismo, "a Hegel, en cuyas páginas aprendió el alemán, Spencer, Schopenhauer, Carlyle, Leopardi, Tolstoi" (La Revista Blanca, 106, 15-Nov.-1902, p. 289); y todos los cuales operaron en su espíritu, bien proclive a los desbordamientos, como un violento revulsivo que si en lo político lo llevó de la mano de Karl Marx al socialismo, en el plano religioso hizo quebrar la ingenua piedad de su adolescencia para arribar, bajo la influencia entre otros de E. Renan y K. Vogt, a un radical positivismo que lo movió a abandonar su fe ante la imposibilidad de penetrarla racionalmente. Tal era su actitud espiritual cuando en el verano de 1884, y obtenido ya el doctorado con una tesis sobre Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, regresaba a Bilbao dejando tras sí una etapa de su vida que mucho tiempo después en conversación con César González Ruano no vaciló en calificar de su "primer destierro en Madrid".
Reintegrado al hogar materno llegó entonces la época de preparación de oposiciones que compaginó con clases particulares y frecuentes visitas a Guernica donde residía su novia. Explicó latin en el Instituto y privadamente psicología a algunos alumnos; colaboró con numerosos artículos bajo el seudónimo de "yo mismo" en el diario bilbaino El Nervión, y publicó poemas en vascuence en la revista EuscalErria mientras preparaba oposiciones primero a una cátedra de psicología, lógica y ética, que no obtuvo, después a otras de latín y de metafísica con el mismo resultado, e incluso llegó a ilusionarse con ocupar una de lengua vasca recién fundada en el Instituto Vizcaino, que tampoco fue para él, pese a hallarse espléndidamente preparado para su desempeño, y todo esto mientras una fe acongojada torturaba su ánimo sumiéndolo en una primera crisis espiritual de la que logró aliviarse visitando por algunos días en Alcalá un antiguo amigo suyo, el Padre Lacanda de la Compañía de Jesús; y sobre todo tras su decisión de contraer matrimonio con Concha Lizárraga, el mayor sedante a partir de entonces de su atormentada existencia, lo que tuvo lugar el 31 de enero de 1891.
Pero ya por entonces se estaba preparando para opositar a la cátedra de griego que había quedado vacante en la Universidad de Salamanca, y a cuyo efecto en abril de aquel mismo año regresaba a Madrid donde tuvo oportunidad de entablar una cordial amistad con otro opositor a la cátedra también de griego de la Universidad de Granada, Ángel Ganivet (véase), y con el que frecuentemente se reunía en una horchatería de la Carrera de San Jerónimo para conversar, pese a sus discrepancias espirituales -sensual y mujeriego el andaluz, austero y metódico el vasco- sobre la común problemática que como hombres ambos pertenecientes a la generación del 98, embargaba sus espíritus. Y al fin, llegado el mes de junio tuvieron lugar los ejercicios de la oposición ante un tribunal presidido por Menéndez Pelayo (véase) y del que formaba parte como vocal Don Juan Valera (véase), quien comentó con algunos amigos que ninguno de los opositores sabía griego pero que daban la cátedra a Unamuno por esperar de él que podría llegar a aprenderlo; aunque peor suerte tuvo Ganivet que, renunciando definitivamente al futuro universitario, ingresó en el Cuerpo consular acabando sus días entre las heladas aguas del Dvina en la lejana Letonia.
En octubre de aquel mismo año de 1891 el joven matrimonio Unamuno, nostálgicos ambos de sus verdes paisajes norteños, emprendía viaje por tren a través de la áspera paramera castellana hacia Salamanca, yendo a residir a la casa de los azulejos situada en el Paseo de las Carmelitas y esquina al Campo de San Francisco, un romántico parque que don Miguel habría de cruzar a diario camino de la Universidad, y ya por entonces con el atuendo y estampa característicos de su singular aspecto: pelo cortado casi a cepillo, ojos azules ligeramente miopes, espesa y apuntada barba, traje siempre oscuro, camisa blanca y con tirilla en lugar de corbata y sólido calzado de buen caminante como siempre fue, todo lo cual le daba el aire de un pastor protestante; e igualmente singular fue el estilo de sus clases que impartía desde una silla situada junto a la ventana a través de la cual podía contemplar el paisaje urbano con la torre de Monterrey al fondo, mientras traducía a Homero o a Platón.
Y si muy pronto aquel talante suyo distante y afectuoso a un tiempo le ganó el afecto de sus alumnos, no otra fue la reacción de sus compañeros de claustro entre los que contó desde los primeros días con cordiales amigos: el penalista Pedro Dorado Montero (véase), Pascual Meneu, catedrático de árabe y hebreo, o el de medicina Hipólita Rodríguez Pinilla con los que mantenía animadas tertulias en el Casino, y luego al atardecer daba grandes paseos por la carretera de Zamora antes de regresar al hogar donde sentado en su cuadrada mesa-camilla ante el brasero, cuyos rescoldos removía de vez en cuando, escribía infatigablemente hasta bien entrada la noche, cobijado por el afecto de su solícita y dulce Concha y de los nueve hijos que de ella hubo y entre los que no podemos por menos que recordar al tercero nacido el 7 de enero de 1896, Raimundín, que a los pocos meses de vida le sobrevino una meningitis que si no le arrebató aquélla, le dejó como secuela una hidrocefalia que le deformó el cráneo y el cerebro irreversiblemente ocasionándole finalmente la muerte en enero de 1902.
Este doloroso suceso, la visión de aquel niño deforme, al que algunas veces lograban iluminar el rostro los juegos de sus hermanos en los que no podía participar, y al que Don Miguel hizo un retrato a lápiz que conservó por siempre en su cartera, así como numerosísimos versos:
Duerme, flor de mi vida,
duerme tranquilo,
que es del dolor el sueño
tu único asilo.
Duerme, mi pobre niño,
goza sin duelo
lo que te da la Muerte
como consuelo.
(Edic. cit. Vol. VI, p. 231)
esta crudelísima experiencia le produjo en 1897 una fuerte depresión y una profundísima crisis espiritual, mucho más radical que la que sufriera en Madrid cuando quiso penetrar la fe mediante la razón, porque ahora se trataba desde el sentimiento y las potencias todas de su alma de asimilar sin conseguirlo el duro golpe que recibiera de lo alto y bajo el que se debatía entre la rebeldía y la aceptación. Y fue tal y tan acerva su desesperación que no bastándole ni siquiera los constantes desvelos de su esposa hubo de refugiarse por algún tiempo, primero otra vez en Alcalá, y después en el claustro dominicano de San Esteban, de donde al fin salió para reintegrarse tambaleante aún su ánimo a la vida del hogar y de la Universidad.
A partir de este momento y con excepción de los gozosos nacimientos de sus otros seis hijos, la vida estrictamente personal o privada de Unamuno puede reducirse en atención a la brevedad, a unas cuantas fechas casi todas luctuosas: el 15 de agosto de 1908 muere en Bilbao su madre Doña Salomé y su querida hermana María, que había permanecido soltera junto a ella, se incorpora al hogar de Salamanca. En 1924 sufre por algunos meses destierro en Fuerteventura, marchando después a París y más tarde a Hendaya hasta 1930 en que regresó a Salamanca. En 1931 muere su único hermano Félix, el 30 de enero de 1932 fallece María; el 12 de julio de1933 su hija Salomé; en los primeros meses de 1934 muere su hermana monja Susana y el 15 de mayo de ese mismo año pierde a su mujer que lo dejaría vacío para siempre y en una completa soledad acrecentada por las circunstancias ambientales que más adelante recordaremos, y que se van cerrando en torno suyo hasta la noche del 31 de diciembre de 1936 en que sentado en su mesa-camilla cayó su pluma para siempre sobre las cuartillas que no recogerían ya su pensamiento.
En la trayectoria vital de Unamuno pueden distinguirse, pues, dos fases o hemistiquios perfectamente diferenciadas: una primera que abarca el período de su formación, incluida la obtención de la cátedra salmantina e incluso los primeros años de su docencia, si, como afirmaba J. Valera, también en ellos estuvo aprendiendo griego; y una segunda a partir de 1897, ya que aquella crisis espiritual desempeña un papel crucial en su biografía, reseñada hasta ahora por una sucinta sucesión de fechas, en que alcanza la plenitud personal, y que conviene examinar en el triple aspecto en que ésta se desplegó: el hombre público, el escritor y el pensador.
Como hombre público nuestro autor, que ya había venido tomando contacto con los lectores desde 1884 a través de pequeños artículos de viajes o de costumbres locales publicados en El Nervión, iniciaba su andadura propiamente dicha diez años más tarde cuando, cediendo a sus anhelos de reformas sociales, ingresaba en la Asociación Socialista de Bilbao dirigida a la sazón por Facundo Perezagua, y publicaba numerosos artículos de fuerte acento combativo -algunos de ellos sin firma- en el semanario bilbaino La lucha de clases y en el órgano oficial del Partido Socialista Obrero Español, El Socialista, en el que también colaboraban J. Benavente, R. de Maeztu, Clarín, J. Costa y su compañero de claustro P. Dorado Montero (véanse), las dos personalidades más representativas de aquella ideología política en la Universidad del Tormes, al tiempo que mantenía una asidua correspondencia con Pablo Iglesias que en carta de 12 de noviembre de 1894 le escribía: "Excuso decirle que su ingreso en el Partido Socialista me ha causado un verdadero placer, como lo experimentaré siempre que vea venir a las filas emancipadoras, hombres del campo intelectual". Sin embargo, cuatro años más tarde y a raíz de su ya mencionada gran crisis espiritual, abandonó aquella filiación política por estimar que sus supuestos marxistas no la hacían conciliable con el socialismo religioso al estilo de Nitti por el que ahora se inclinaba.
Pero entre tanto aquel joven catedrático que con aspecto de clérigo luterano llegara en octubre de 1891 a la Universidad de Salamanca para dar su primera clase, había ido ganando vertiginosamente en prestigio, y su fuerte y contradictoria personalidad se había ido imponiendo tanto entre los compañeros de claustro como en los círculos culturales de la vieja Salamanca que, por su parte, le había ganado el ánimo para siempre:
Del corazón en las honduras guardo tu alma robusta; cuando yo me muera guarda, dorada Salamanca mía, tú mi recuerdo.
y cuando el sol al acostarse encienda el oro secular que te recama con tu lenguaje, de lo eterno heraldo, di tú que he sido.
(Edic. cit. Vol. VI, p. 1815)
Y era sobre todo en las sobremesas del Casino en medio de sus contertulios, donde Don Miguel dejaba fluir su clara inteligencia y su chispeante imaginación en diálogos que pronto se convertían en "monodiálogos" o "autodiálogos", en que sustituyendo casi sin transición a los contertulios por una mitad de su yo, la otra conversaba con ella ante la silente admiración y el respeto de quienes lo circundaban. De lo escuchado en aquellas tertulias, como en los largos paseos, que pese al rigor del clima castellano daba siempre sin abrigo, acompañado de un grupo de amigos carretera de Zamora adelante, decía uno de ellos, Don Luis Maldonado: "Dios nos libre de pensar, de creer, ni siquiera de obrar como Unamuno; pero esto no es parte para que admire su poderosa inteligencia, su gran cultura y el arte peregrino con que presenta las cosas más distantes del común sentir".
Mas no sólo en Salamanca; también en el resto de España y aún en los círculos cultos de Ultramar, a través de sus numerosos artículos en diarios y revistas y de su frecuente correspondencia con relevantes personalidades del momento -Clarín, Ortega y Gasset, Marañón, Rubén Daría, Juan Ramón Jiménez, la Pardo Bazán, ...su fama crecía de día en día. En 1898, quizás por afán de gloria, quizás por exigencias económicas, firmó unas oposiciones a cátedra de literatura española en la Universidad de Madrid en las que tendría por contricante a Menéndez Pida!, quien respiró aliviado cuando en el último instante Unamuno, cuyo prestigio entonces superaba al de su opositor, y probablemente por nostalgia de su Salamanca, renunció a presentarse; y pocos meses después pronunciaba una memorable conferencia en el Ateneo de Madrid sobre Nicodemo el Fariseo que levantó olas de admirativa perplejidad. Pero sobre todo su prestigio quedó definitivamente contrastado cuando en el otoño de 1900, al jubilarse el rector Don Mamés Esperabé, y ante el desconcierto de no pocos colegas de claustro, el gobierno conservador de Madrid entregaba las riendas de la Universidad del Tormes a las manos de Unamuno, que por entonces contaba tan sólo treinta y seis años.
Y por tres veces fue Unamuno rector de aquella Universidad. La primera durante casi quince años, un largo mandato que aprovechó desde el primer día para renovar las estructuras e imprimir nuevo aliento académico a aquella vieja Institución, corrigiendo deficiencias y corruptelas que los más de treinta años de gobierno de su predecesor habían hecho costumbre; y todo lo cual, llevado a cabo con insobornable rectitud de proceder, exigió de él un enorme trabajo que, unido al de su infatigable actividad de escritor, minó su salud al punto de sufrir en 1906 un amago de angina de pecho; y también, como no podía ser de otro modo, fue creando en su entorno un círculo de oposición formado principalmente por aquellos catedráticos a quienes exigía el puntual cumplimiento de sus funciones docentes que al fin consiguieron de F. Bergamín en el verano de 1914 su fulminante cese, sin que bastaran para hacer rectificar aquella decisión ministerial ni el apoyo de numerosísimas personalidades, en cuya primera línea se halló el propio Ortega y Gasset, ni la campaña de prensa que demandó su restitución en el cargo.
Aquel duro revés hirió profundamente su alma por ver en él al tiempo que un agravio personal un síntoma de la degradación en que a causa de la guerra de África y los disturbios sociales estaba cayendo la vida nacional y Don Miguel, que emprendió una serie de correrías por gran parte de la geografía patria acompañado de ilustres personalidades -Maurice Legendre, Jacques Chevalier, J. E. Crawford ...para tomar el pulso al país, empuñó denuevo la pluma para luchar con denuedo y una buena dosis de intemperancia contra los males que aquejaban a su España, llegando en 1920 a atacar la figura del rey, lo que le valió una sentencia condenatoria de la que fue absuelto, y tiempo después la de su tocayo Primo de Rivera, en cuyas manos el rey había depositado el poder, siendo por ello separado de su cátedra, y en febrero de 1924 desterrado a Fuerteventura, a donde llegaba el 10 de marzo.
Sin embargo, su permanencia en aquella apartada isla canaria no fue larga, pues cuatro meses más tarde, M. Dumey, director del diario francés LeQuotidien, que le había propuesto la evasión, lo recogía en una goleta que después de recalar en Las Palmas, donde su hijo Fernando lo informa de que días antes había sido indultado por el dictador, sigue viaje, no obstante, a París, una ciudad que le resulta poco acogedora y que abandona al año siguiente, después de haber roto con Dumey al apercibirse de que éste trataba de usarlo como un mero juguete para sus fines propagandísticos antiespañoles, fijando su residencia en Hendaya, donde la contemplación de los lejanos picachos de su tierra vasca y la frecuente visita de amigos españoles y también de su familia, le hizo más llevadero el destierro, que acabó el 9 de febrero del ya mencionado 1930, cuando tras la caida días antes del dictador, en el atardecer cruzaba el puente fronterizo en medio del entusiasmo de las numerosas comisiones que habían venido a recibirlo y después de unas horas en Bilbao, igualmente enfervorizado en torno a su hijo egregio, el 12 llegaba por fin a Salamanca que lo recibió engalanada de nieve y en olor de multitudes.
Unamuno se hallaba aunque envejecido, pero con el temple de siempre, de nuevo en Salamanca reintegrado a su hogar -ahora de la calle de Bordadores- y a su cátedra de historia de la literatura española que había permutado por la de griego y como siempre dispuesto a seguir combatiendo por un mejor futuro para su Patria, a la que sentía debatirse agónica bajo una monarquía tambaleante y que quería ver sustituida por la República, una República ideal como la preconizada desde Madrid por Ortega, Marañón y Pérez de Ayala. Y la ocasión llegó con las elecciones de 1931 a cuyo Parlamento sus conciudadanos lo presentaron, aunque como candidato independiente, ya que se negó en rotundo a dejarse etiquetar políticamente; por lo que instaurado el 14 de abril el nuevo régimen y obtenida naturalmente un acta de diputado, le correspondió, nadie con mayores títulos para ello, proclamar la victoria republicana desde el balcón del ayuntamiento.
Llegaron entonces días de triunfo para Don Miguel que fue nombrado alcalde honorario de la ciudad, por segunda vez rector de su Universidad y presidente del Consejo Nacional de Instrucción Pública, lo que lo obligó a trasladarse con frecuencia a Madrid desde cuyo escaño en el Congreso clamó por corregir las deficiencias que muy pronto empezó a advertir en el nuevo régimen, tan distinto del que él había soñado: posible desmembración regional, fraccionamiento ideológico en multitud de partidos, ausencia de disciplina social y debilitamiento de la economía nacional a causa de las continuas huelgas. Por eso, desilusionado una vez más de la política y de los políticos a los que no lograba entender, clamó desde la tribuna y desde la prensa contra el nuevo estado de cosas primero, y después, renunciando a sus cargos en Madrid se reintegró a su cátedra y a su familia en la que le aguardaban muy amargas horas con la muerte el 12 de julio de 1933 de su hija Salomé y el 15 de mayo del año siguiente de su esposa, un terrible golpe del que no conseguiría rehacerse ya.
¿Fue ella? ¿fui yo quien se murió fue ella? ¿fui yo quien me morí?
pues yo no se quien era yo
ni quién ella ¡pobre de mí!
(Edic. cit. Vol. VI, p. 1391)
Pero la vida siguió su ritmo a pesar de todo también para Don Miguel, que en septiembre de aquel mismo año celebraba su septuagésimo aniversario, momento de su jubilación, y con cuyo motivo se le tributó un apoteósico homenaje nacional en el que estuvieron representadas todas las Universidades españolas, incluso Portugal, y en el que el Jefe del Estado Alcalá Zamora, que presidía el acto, lo nombró por decreto de 30 de septiembre rector vitalicio de la Universidad, primer titular de la cátedra "Miguel deUnamuno" creada en aquella ocasión y descubrió en la escalinata del palacio de Anaya, sede de la Facultad de Filosofía, un busto en bronce que Victorio Macho le había hecho durante sus años de destierro en Hendaya y que fue adquirido por suscripción popular, ordenando asimismo que las palabras pronunciadas por el homenajeado en su última lección fueran reproducidas en todos los centros docentes de la nación, al tiempo que los círculos intelectuales españoles e hispanoamericanos promovían su candidatura para el Premio Nobel, que la Academia Sueca, y por temor al creciente poderío germánico, declaró desierto aquel año.
Sin embargo no por jubilado su espíritu combativo se desinteresó de los males que con intensidad creciente iban corroyendo las estructuras de la sociedad patria y contra los que siguió clamando con renovado esfuerzo hasta que, tras el asesinato de Calvo Sotelo, el 13 de julio de 1936, se unió al levantamiento militar del general Franco, lo que ocasionó su fulminante destitución por parte del gobierno de la República, aunque inmediatamente el general Cabanellas, miembro de la Junta Militar sublevada, lo reponía, ahora por tercera vez en su puesto de rector.
Decididamente el espíritu quijotesco de Don Miguel había caído en una de las más vertiginosas asechanzas por las que pasara aquel otro caballero, el de la Triste Figura. Poco después de aquella decisión, el gobierno del general Franco instalado en Salamanca lo nombró presidente de la comisión depuradora, un puesto que fue llenando su alma de zozobras, escrúpulos y amarguras que acabaron por desbordarse el 12 de octubre, fiesta de la Raza, en un acto celebrado en el Paraninfo, que él presidía en nombre del general Franco, y en cuyo decurso tuvo un acre enfrentamiento verbal con el general Millán Astray en el que el rector le arrojó al militar su conocida frase "vencereis pero no convencereis", y que produjo en éste una violentísima reacción que hubiera podido acabar sangrientamente si Doña Carmen Polo de Franco que se hallaba presente, no hubiera cogido al rector del brazo sacándolo del salón en medio del abucheo general. Desde allí, Unamuno, mortalmente abatido y abandonado de todos se dirigió a su domicilio en el que olvidado de los que dos años antes lo aclamaran fervorosamente, fallecía, como ya ha quedado dicho, el 31 de diciembre.
Tal fue la vida "la agonía de don Miguel de Unamuno -al que Jean Cassou, su traductor, al francés describiera con acertados rasgos como hombre en lucha, en lucha consigo mismo, con su pueblo y contra su pueblo, hombre hostil, hombre de guerra civil, tribuno sin partidarios, hombre solitario, desterrado, salvaje, orador en el desierto, provocador, vano, engañoso, paradójico, inconciliable, irreconciliable, enemigo de la nada y a quien la nada atrae y devora, desgarrado entre la vida y la muerte, muerto y resucitado a la vez, invencible y siempre vencido" (Edic. cit. Vol. VIII, p. 714).
Como escritor, segundo de los aspectos de su rica personalidad que nos proponíamos examinar, el rector de Salamanca cultivó todos o casi todos los géneros literarios: el periodismo, los relatos de viajes, el cuento, la novela histórica o de ficción, el teatro, la poesía, el epistolar, del que se han conservado más de dos mil especímenes, y sobre todo el ensayo, pero no en cambio el tratado, una modalidad científico-literaria por la que pese a su condición de catedrático no se sintió nunca atraído, habiendo pergeñado tan sólo en hora temprana un manual de lógica que no llegó a publicar.
Antes bien, su temperamento lo movió a buscar la proximidad a sus lectores, una proximidad íntima y directa, coloquial en la intención, pero que de facto se resolvió en el soliloquio, que como escribiera a Jean Cassou "es el modo de conversar de las almas que sienten la soledad divina" (Edic. cit.Vol. VIII, p. 722); y de aquí que su estilo literario, a diferencia del utilizado y propugnado por otros miembros de la generación del 98 -Azorín (véase), Baroja, Valle-Inclán, elegante, refinado y bellamente retórico- se apoyara en una prosa inicialmente sencilla y llana, pero enriquecida por numerosos arcaismos recuperados del habla popular charra y sobre todo por multitud de vocablos de propia acuñación -nos-ismo, agrete, metablema, cogüelmo, noluntad- a partir de raíces greco-latinas, y en la que es perceptible en algunos pasajes un cierto afloramiento de su natal lengua vasca como la sustitución en algunas frases condicionales del subjuntivo por el optativo.
Esto en cuanto a su lenguaje, porque respecto de su personalísima técnica expositiva Unamuno, como bien ha señalado A. de Hoyos, "se adelanta al resultado inseguro haciéndose preguntas a sí mismo, y así las cosas, desvertebra la línea de lo que se propone aclarar con la técnica de un diálogo que dirige al lector, o a otro personaje de claro acento unamuniano. De una u otra forma, siempre es Miguel de Unamuno el que dice o contradice, el que corrige o da paso a otra cuestión" (ob. cit., p. 69).
Esta desvertebración de su trayectoria discursiva la logra las más de las veces mediante la utilización de múltiples tropos, metonimias, sinécdoques, paradojas, superación de antítesis mediante su fusión en una síntesis en la que se identifica la inicial contradicción, y todo lo cual le permite dar a su línea argumental inesperados quiebros que sorprenden la atención del lector, y que otorgan a sus escritos un sello tal de originalidad que los hace indubitablemente recognoscibles no sólo entre los de los otros miembros de su generación sino entre los de cualquier otro movimiento o época.
Pero por debajo de estas peculiaridades formales, la razón última de su gran versatilidad expositiva se debió a su hábito de Pensar con la pluma (Edic. cit. Vol. VII, pp. 870-873) al que permaneció fiel a lo largo de toda su vida. Son, en efecto, numerosísimos los pasajes en que hace referencia a este modo suyo de escribir: ante las cuartillas en blanco recogía una idea geninal a partir de la cual la pluma iba plasmando las ideas afines o discrepantes que brotaban de su pensamiento, extraídas selectivamente de su caudal espiritual, fruto de incesantes lecturas y que a través de los vaivenes de su discurso interior lo llevaban a la formulación de la tesis, muchas veces tan sólo presentida al principio de su escrito, debiendo en este punto recordar la dicotomía que Unamuno hace de los escritores: los vivíparos, aquéllos "que producen un óvulo de idea, en germen, y una vez que de un modo u otro se les fecunda, empiezan a darle vueltas y más vueltas en la mente..." hasta que una vez completada la criatura en la totalidad de su anatomía "la paren viva, entera y verdadera" (Ibid.); y aquellos otros, los ovíparos, que fecundado ese óvulo genial sacan de sí, lo depositan sobre cuartillas y notas a las que con el tiempo van agregando más y más datos e ideas complementarias, modificando unas, renunciando a otras, "tachando, añadiendo, sustituyendo y alterando detalles y noticias" (Ibid., p. 209) hasta que al fin, satisfechos de su obra, la pueden ofrecer al público. Este fue el proceder de Don Miguel en la gestación de Paz en la guerra, tal como lo recuerda en De mi vida (Ibid. Vol. VIII, pp. 208210) Y en general en toda su obra.
Este modo de proceder explica en buena medida la enorme extensión de su obra, expresión desde luego del inagotable manantial de su vis creadora, pero en la que alguna parte cupo también, por pedestre que la observación pueda resultar, a la perentoria necesidad de avenir dinero a su reducido sueldo de tres mil pesetas anuales del que con frecuencia se queja y muy escaso para mantener con la dignidad debida a su hogar de doce miembros. y así en Cómo se hace una novela de1927 exclamaba: "y he aquí que me era preciso vivir en el otro sentido, ¡ganarme mi vida escribiendo!" (Edic. cit. Vol. VIII, p. 736), Y más explícito aún en carta a su paisano Juan Arzadún de 20 de octubre de 1897 le decía: "Mas, como las necesidades de la vida se imponen y necesito ganar suplemento a mi sueldo, hago artículos. Tengo varios ... Notas, apuntes y esquemas tengo de hasta otros treinta y nueve, y algunos en borrador ya"(Casa-Museo de Unamuno). y desde luego una parte muy sustancial de su producción literaria fueron artículos aparecidos en multitud de diarios y revistas españolas -El Sol, Ahora, El Liberal, Nuevo Mundo, El Nervión, Eco de Bilbao, La España Moderna, etc.- y de Sur América, a partir de que su amigo Rubén Darío le proporcionara colaboraciones en La Nación y Caras y Caretas de Buenos Aires, remunerados con mucha mayor munificencia.
De estos artículos los de mayor contenido doctrinal se integraron después en volumen para cuyo resultado unitario habían sido escritos, como por ejemplo, En tomo al casticismo. Otros son simples descripciones de paisajes o ciudades, plasmación literaria de sus correrías por casi toda la geografía nacional, escritos por la noche en el hotel o fonda de turno, pero en los que aquí y allá desgrana observaciones de carácter las más de las veces histórico, económico o social y que deben ser tenidas en cuenta para el análisis global de su pensamiento. Muchos de estos artículos formaron también volumen como los titulados Por tierras de Portugal y España, Andanzas y visiones españolas, Paisajes, etc.
Es obvio, empero, que de los innúmeros artículos -para referirnos ahora a sus diversos géneros literarios salidos de su pluma, no todos pertenecen a su faceta periodística, sino tan sólo una parte y no la mayor de ellos; el resto son en realidad breves ensayos sobre cuestiones más o menos teóricas encuadrables sólo accidentalmente en las circunstancias espacio-temporales en que fueron escritos. En cambio los que se pueden considerar auténticamente periodísticos son los concernientes al día a día político-social y con los que incidió en la revuelta vida del país siempre en favor de las causas perdidas, en contra de los sucesivos regímenes dominantes que primero había colaborado a implantar y que después combatía visceralmente tanpronto como se distanciaban del proyecto ideal que de ellos se había trazado. Son aquéllos en que Unamuno ofrece su talante más quijotesco y entre ellos cabe recordar los de su juventud, cuando colaboraba en La lucha de clases y El Socialista, y sobre todo los escritos a partir de 1933 contra el vacilante régimen republicano, y algunos de los cuales le fueron devueltos por los respectivos directores de periódicos a causa de su virulencia.
Mayor proximidad al núcleo de su pensamiento ofrece su narrativa, sus cuentos y novelas, sobre todo estas últimas, por ser obras más elaboradas y pertenecientes al período de su madurez. De entre ellas, la primera Paz en la guerra de 1897, y la última San Manuel Bueno, mártir, de 1933, consideradas unánimemente por la crítica como las dos mejores, se desarrollan según el modo tradicional y de acuerdo con la técnica clásica, es decir, otorgando protagonismo al ambiente y al paisaje en cuyo marco los diversos personajes conservan su autonomía respecto del autor.
Las otras, en cambio, ofrecen el indudable interés de ser una auténtica proyección literaria de la personal novela de su autor. En ellas, frente alasombro por las cosas y a la curiosidad por todo lo que le circunda, Unamuno se refugia en sí mismo y dice lo que piensa de la vida en tomo, delineandolos personajes y las situaciones de la novela de acuerdo con su propia condición. A lo largo de sus páginas es su propio espíritu el que se plasma en lacomplejidad de sus sentimientos encarnados en otros tantos personajes surgidos de su permanente "autodiálogo" o "monólogo que es una manera dedarse vida" (Edic. cit. Vol. VIII, p. 748); pero vida surgida de los entresijos de su alma y cristalizada en unas figuras,en unos entes de ficción que es un modo de vivirse y existirse a sí mismo en sus propias criaturas, porque si como tantas veces siguiendo a Shakespeare y a Calderón afirma que la vida es sueño, los seres por él soñados poseen auténtica realidad y vida en el sueño de su propio existir.
Pero si cada una de sus novelas presenta una tesis o pasión humana -Amor y pedagogía, el fracaso del culto a la ciencia, Abel Sánchez, laenvidia, La tía Tula, el sentimiento de la maternidad, San Manuel Bueno, martir, el problema de la fe- sus obras de teatro, en general algo posteriores aaquéllas, ofrecen una manifiesta progresión en esta técnica expositiva. En ellas, casi carentes por completo de toda técnica escénica, lo que les dió unmuy menguado éxito de taquilla, sus personajes sobre un fondo netamente existencial, lo que lo constituye en un precedente del teatro de Sartre, deCamus o de Simone de Beauvoir, presentan en un remedo del teatro clásico de Esquilo, Sófocles y Eurípides que como helenista conoció muy bien, laspasiones humanas en un estado casi puro. Partiendo de la lucha inextinguible entre el amor y la muerte son el egoismo, la envidia, el odio, el orgullo,la soberbia, la vanidad, los celos, etc., los que verdaderamente invaden la escena en un juego dramático entre figuras que a fuer de descarnadas aparecen casi como esqueletos de sí mismas, faltas casi por completo de todo calor humano pero animadas por la fuerza de la pasión que el autor les asigna: la envidia fratricida de El otro o en Abel Sánchez, el amor imposible en Fedra, la lucha entre la gloria y la paz en La esfinge, etc.: "Estoy avergonado de haber alguna vez fingido entes de ficción, personajes novelescos, para poner en sus labios lo que no me atrevía a poner en los míos y hacerles decir como en broma lo que yo siento muy en serio" (Edic. cit. Vol. III, p. 54).
Y aún posterior en su aparición fue su dedicación a la poesía que se inició cumplidos ya los 43 años durante su postración en cama a causa del amago de angina de pecho, pero que a partir de entonces cultivó con asiduidad en las páginas de un cuadernillo que llevaba siempre consigo en el bolsillo superior de la americana y que fue vertiendo en sucesivos volúmenes: Poesías (1907), Rosario de sonetos líricos (1911), Teresa (1923), De Fuerteventura a París (1925), Romancero del destierro (1928), etc., y sobre todo El Cristo de Velázquez (1920), su obra poética cumbre escrita en endecasílabos y en la que su fervor religioso alcanza alturas de un lirismo auténticamente rayano con la mística. En general y dentro de una variada temática que abarca desde la descripción del paisaje a sus más íntimas vivencias religiosas, su poesía, que no busca ni el colorido ni la sonoridad apoyándose antes bien en el ritmo y la metáfora, intenta apresar lo inefable de lo eterno en el instante fugaz; más que musicales sus versos se hallan henchidos de un alto contenido conceptual, metafísico, por lo que son varios los lugares en que al referirse a ellos los considera hermanos gemelos de la filosofía.
E igualmente interesante para adentramos en el conocimiento del hombre Unamuno es la correspondencia epistolar que mantuvo con numerosísimas personalidades de la vida cultural y pública española y extranjera unos, otros simples comunicantes anónimos que le aplaudían o reprochaban tal o cual artículo suyo, tal o cual opinión de nuestro autor que había llegado a sus oídos y a los que tenía por costumbre contestar. Sus cartas como en este último caso solían tener un carácter puramente personal e individualizado mientras que en otras ocasiones su correspondencia se mantuvo a través de las páginas de diarios y revistas constituyendo verdaderas polémicas que el público podía saborear en la agudeza de sus diatribas o en la calidad de sus juicios y argumentaciones.
El género epistolar del que ya hemos comentado que se han conservado cientos y cientos de pliegos, hoy en su mayor parte ya ordenados y publicados bajo el rótulo común de sus destinatarios, nos permite comprobar uno de los aspectos más significativos de la personalidad de Don Miguel, el carácter expansivo de una buena parte de su yo necesitada de la comunicación, ya fuera con los amigos de la tertulia en el Casino, con los compañeros de claustro o con aquellos otros a los que desde la lejanía les comunicaba sus proyectos, sus preocupaciones, sus opiniones sobre el último libro leído o simplemente el tamaño de la última pajarita de papel por él confeccionada, y, en fin, las mil ideas de un espíritu desbordante de ellas y que buscaba su aliviadero en las cuartillas encerradas en un sobre con dirección.
Pero por debajo de la corteza de este Don Miguel, periférico, social y sociable, catedrático, rector y tribuno, amigo de sus amigos, perfecto esposo y cariñoso padre, siempre embutido en su terno oscuro con aspecto de clérigo anglicano aunque no exento de un cierto aire de deportividad, reflejo de su amor por las caminatas y la contemplación de la naturaleza, bullía el magma de su otra mitad la más íntima y recóndita, la del hombre acongojado, atormentado y agónico por la confrontación que las grandes interrogantes del mundo y de la vida mantenían en lo más profundo de su espíritu, y que, cuando por una u otra circunstancia afloraba a la superficie, le otorgaba ese aspecto que de él ha pasado a la posteridad y que Ortega y Gasset, sin menoscabo del respeto y admiración que siempre sintieron el uno por el otro, lo movía a calificado de "energúmeno español" (Obras completas, 2.ª ed. Madrid: Rev. de Occidente, 1950. Vol. 1, p. 132). Y es en ese magma incandescente, cuyos vapores impregnaron muchas de sus novelas y piezas teatrales, en el que por modo "vivíparo", por usar su terminología, se gestaron y desarrollaron sus escritos de mayor contenido y densidad doctrinal: La vida de Don Quijote y Sancho, El sentimiento trágico de la vida y La agonía del Cristianismo.
Es hora ya de recordar los muchos idiomas que Unamuno habló o al menos leyó fluidamente: además del griego y el latín objeto de su actividad profesional, su lengua vasca, el castellano su otra lengua materna, el francés, el alemán, el inglés, el portugués, el italiano, el catalán y hasta el danés, que aprendió para leer a Kierkegaard. y todos los cuales manejó en sus incesantes lecturas y de muchos de cuyos libros, impenitente escribidor, dió a la estampa multitud de ensayos, de crítica literaria, lo que llevó al ya mencionado Jean Cassou a aseverar en una fecha ya avanzada de su biografía, la de 1925, que Unamuno que no tenía "una doctrina propia, no ha escrito más que libros de comentarios" (Edic. cit. Vol. VIII, p. 716); una afirmación tan rotunda y categórica que produjo en el vasco una inmediata reacción manteniendo al hablar del Apocalipsis, en que el Espíritu le manda al Apóstol que se coma un libro que" cuando un libro es cosa viva hay que comérselo, y el que se lo come, si a su vez es viviente, si está de veras vivo, revive con esa comida" (Ibid. Vol. VIII, p. 720).
Y justamente fue esto lo que Unamuno hizo con el libro de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, comérselo, como cosa viva que era, para revivir por empatía en Don Quijote merced a aquel manjar, y como él alancear molinos, acuchillar cueros de vino y libertar galeotes, o lo que es lo mismo, arremeter contra dictaduras, fustigar miserias ancestrales o enfrentarse airadamente a generales laureados que tanto monta para un espíritu inflamado de "noble desvarío" rechazar el indulto de Primo de Rivera, como dejarse descabalgar por las aspas de un molino, con tal de acabar para siempre con "la ramplonería ambiente que por todas partes me acosa y aprieta" (Edic. cit. Vol. III, p. 54). Tal es el mensaje de La vida de Don Quijote y Sancho, la obra tanto por su contenido como por su forma, más perfecta salida de su pluma, de la que ya reconocía en la segunda edición que es "la que hasta ahora ha alcanzado más favor del público que me lee" (Ibid. Vol. III, p. 61) y a la que cabe augurar más larga pervivencia que a cualquier otra.
Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos es con mucho la obra de más denso contenido doctrinal. Escrita en el cenit de su vida intelectual, en ella se plantea Unamuno el problema que más profundamente lo inquietó y preocupó a lo largo de toda su existencia: el problema de la muerte que surge en todo hombre tan pronto como adquiere conciencia de su propia vida, y que intenta resolver a través del confrontamiento dramático entre la razón que le habla de finitud y el sentimiento que lo impele a la pervivencia, y que en su pugna inextinguible anega su ánimo de congoja y su mente de tragedia. En este libro, partiendo del hecho indubitable a su conciencia, el hombre de carne y hueso, va acumulando a través de los doce capítulos que lo componen toda la información filosófica y teológica que en tomo a este enigma fue reuniendo a lo largo de los años; son multitud los autores que menciona y más de quinientas las citas que aporta y analiza, todo lo cual convierte a la obra en una jungla inextricable de textos y argumentos extraídos de una u otra fuente de las muchas en que su insaciable sed de verdad lo llevó a beber, pero que convierten el conjunto del texto en un todo falto del sistematismo, del que por lo demás adolece toda su obra, y que toma su lectura en sumamente difícil por la desorientación y perplejidad en que con frecuencia se ve inmerso el lector.
La agonía del Cristianismo, tercero de sus grandes ensayos, es en cierto modo continuación del anterior, aunque guarda con él notables diferencias. Lo escribió por encargo del editor P. L. Couchoud bajo el sugerido título de L'agonie du Christianisme para ser incluido en su colección Christianisme, recién llegado a Paris en el otoño de 1924 en un estado de extrema postración espiritual y aprovechando las lecturas y experiencias religiosas de su reclusión en Fuerteventura. El punto de partida de su meditación se lo ofreció el texto evangélico: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" que leyera en una visita al templo ortodoxo de San Esteban "sobre el gran busto pintado del Cristo que llena el tímpano" (Ensayos, Madrid: Aguilar, 1945. Vol. I, p. 735). Y son estas tres palabras en su literalidad griega, odós, aletheia, biós, las que jugando con sus respectivas etimologías más profundas le brindan la posibilidad de identificadas, si bien apenas logrado su propósito en el primer capítulo, las abandona para dar rienda suelta a las más íntimas zozobras del hombre Unamuno en su hic et nunc a través de una serie de reflexiones que desvertebran la pretendida unidad de su libro ya de por sí breve, pero cuya lectura dejó un indudable poso de simpatía hacia su autor.
Esta obra no trata, pues, de explicar a "los hombres y los pueblos" el meollo de la existencia humana desde un punto de vista concreto, el de Don Miguel, apoyado en innúmeros textos y opiniones filosóficas y teológicas de la más diversa procedencia como ocurriera en la anterior, sino de confesarse a sí mismo la lucha librada en su propia intimidad por aclarar dentro de su horizonte cristiano el sentido de su personal verdad como camino para la vida de salvación. Se trata de unas páginas, pues, en que la antítesis razón-sentimiento operantes en el sentimiento trágico de la vida son reemplazadas por la no menos agónica de Cristianismo y fe que desde otra perspectiva no es sino trasladar el drama del ensayo precedente a un escenario más reducido, el del alma de Unamuno, ávida, quizás como nunca en aquellos días de doloroso destierro, de promesas de resurrección. "Lo que voy a exponer aquí, lector, es mi agonía, mi lucha por el cristianismo, la agonía del cristianismo en mí, su muerte y su resurrección en cada momento de mi vida íntima" (Ibid. Vol. I, p. 935).
Como pensador, empero, su catalogación presenta no pocas dificultades a causa tanto de las múltiples disciplinas de que se sirvió en su quehacer literario como de la manera poco canónica de su utilización. "De este modo -escribe J. Marias- se puede pensar que la obra de Unamuno es y no es todas las cosas, o que es todo a la vez; según esta idea, filosofía, literatura, poesía, religión, estarían luchando y contradiciéndose en cada libro y aún en cada frase" (Miguel de Unamuno, ob. cit., p. 34).Sin embargo, lejos de nosotros la idea de que la obra entera del rector de Salamanca sea una suerte de totum revolutum o a lo más un conjunto de aforismos, de verdades aisladas y cerradas sobre sí mismas, que producen en el lector una cierta complacencia por el halo de sugerencias que las envuelve. Es cierto que la lectura de cualquiera de sus páginas suscitan en nuestro ánimo la visión de sucesivas imágenes caleidoscópicas que nos atraen primero por su belleza, pero que nos retienen después por el fondo de verdad que adivinamos en ellas; unas verdades las más de las veces desconexas entre sí y en ocasiones reiterativas y contradictorias, pero que a su vez apuntan hacia un trasfondo en el que acaba por evidenciarse la unidad que les da ilación y que de párrafo en párrafo, de página en página va conduciendo nuestra atención hacia un fin coherente y estructurado bajo la aparente dispersión de la polimorfa superficie.
Ahora bien, sobre la obra de Unamuno cabe hacer, en principio, dos afirmaciones y sin temor a errar por estar ratificadas por los hechos: la primera, que sus escritos han venido ejerciendo una creciente fascinación sobre los sucesivos públicos -en contra de la opinión de Pío Baroja que les auguraba un pronto olvido- como muestran las numerosas ediciones que de ellos se siguen haciendo; y la segunda, que la mayoría de los críticos, sobre todo de la primera hora, vieron en ellos un propósito predominante o filosófico, o teológico o filológico, opiniones para las que no faltan textos unamunianos que las corroboran y que encuentran además un buen respaldo en el catálogo de su biblioteca. Y ciertamente los volúmenes reunidos en ella hablan elocuentemente de los vastísimos conocimientos asimilados por nuestro autor en cada una de estas tres principales disciplinas:
En filosofía desde la clásica grecolatina hasta los más descollantes filósofos de su tiempo, pasando por el mundo medieval, los autores del Renacimiento, el racionalismo y empirismo, el idealismo, el positivismo, el materialismo, etc. En cuanto a la teología, el espléndido trabajo de N. R. Orringer -Unamuno y los protestantes liberales- nos ofrece una amplia panorámica de los autores, sobre todo protestantes, estudiados y anotados por él: los alemanes A. Ritschl, C. G. Harnack, W. Hermann ...; entre los franceses, A. R. Vinet, E. Ménégoz y A. Sabatier; y entre los de lengua inglesa, W. Channing, Ph. Brooks y F. W. Robertson. Y qué decir de la filología, disciplina tantas veces declarada como su verdadera vocación, y que como raíz a anudamiento de las diferentes literaturas clásicas, medievales, modernas y hasta los poetas ingleses tan saboreados por él, ocupa un lugar destacado en su biblioteca personal; y también en su sensibilidad intelectual al afirmar que "toda filosofía es en el fondo filología" (Del sentimiento trágico de la vida, edic. cit., p. 985).
Sin embargo, ninguno de estos conocimientos los utilizó profesionalmente -primero, catedrático de griego, después de literatura- ni menos los elaboró ordenada y sistemáticamente en parte alguna de su obra para ofrecedos a los demás, por lo que no parece procedente etiquetado con los rótulos de filósofo, teólogo o filólogo, cosa por lo demás que le repugnaba, y abundando en esta opinión acude al recuerdo un juicio del mismo Don Miguel sobre el sentimiento trágico de la vida, su obra unánimemente reconocida como la de más denso contenido doctrinal. "¿ Cómo no ha de sonreir mi razón de estas construcciones seudo-filosóficas, pretendidas místicas, dilettantescas en que hay de todo menos paciente estudio, objetividad y método científico?" (Del sentimiento trágico de la vida, edic. cit., p. 978 y s.). Así pues, si elaboró y reelaboró aquel cúmulo de conocimientos fue para satisfacer una necesidad personal y para utilizados a manera de adarga y lanzón en la lucha que a lo largo de toda su vida libraron en la palestra de su conciencia sus dos yos, el "íntimo, divino" y el "histórico", su agonía. Y de aquí que si algún calificativo le cupiera para denominar su verdadera vocación y profesión fuera el de unamuniano.
En Unamuno, pues, tras reconocer el meritorio esfuerzo llevado a cabo por relevantes estudiosos de su pensamiento para viviseccionarlo en su intento por incluirlo dentro de una u otra corriente o escuela filosófica -positivismo, materialismo, existencialismo, evolucionismo-, lo que más nos importa es regresar al hombre mismo una vez más para destacar los principales elementos que a lo largo de los años se enfrentaron agónicamente en su conciencia, y de cuya lucha él fue dando cuenta en sus ensayos, novelas, piezas teatrales y en la misma poesía hasta convertir su obra toda en una auténtica biografía de su más íntimo yo.
Ya hemos recordado su afán de notoriedad, su sed de fama y de gloria que lo movió a dejar numerosos testimonios gráficos de su propio aspecto físico en multitud de fotografías y de óleos de Vázquez Díaz, Zuloaga, Sorolla, L. Oroz, López Mezquita... que perpetuaran su figura en la memoria de las generaciones venideras y en las que también quería pervivir a través de los hijos y nietos de su sangre. Pero este tipo de pervivencia sólo interesaba a su "yo histórico", porque al otro, al "íntimo, divino" lo que verdaderamente le importaba era su inmortalidad, su resurrección tras de la muerte, y que en su problematicidad constituyó el eje más profundo de toda su dramática existencia y del sentimiento trágico de su vida.
Y esto fue así y sólo pudo ser así porque, a despecho de quienes desde una determinada dogmática confundieron su posible heterodoxia con unas convicciones materialistas y ateas, Unamuno fue un hombre profunda y hasta irremediablemente religioso. Es cierto que en algún momento de su juventud se creyó identificado con el materialismo cuando al margen de un libro de C. Vogt escribía refiriéndose a Dios: "De la barrera acá, todo se explica sin Él; de la barrera allá, ni con Él ni sin Él; Dios por lo tanto sobra" (Del sentimiento trágico... Edic. cit., p. 856).
Pero esto fue algo puramente pasajero, pues pronto regresó a su acongojada duda respecto de un absoluto en ocasiones teñido de un cierto panteismo pero predominantemente de un Dios personal, inaccesible a través de pruebas para la razón pero anhelado por su fe, por una fe que más allá de la del Apóstol no sólo era capaz de mover montañas sino de crearlas si preciso fuera. Y este Dios palpitante en sus versos de El Cristo de Velázquez fue el vórtice en torno al cual giró su existencia entera y toda su obra, y del que recibió ésta la fascinación que ha dado perennidad a sus páginas, porque como escribiera en alguna ocasión de sí mismo "cuando más muerto me creais, viviré en vuestras manos".